A nuestra imagen y semejanza

Recientemente leía que los avances de la robótica harán que en dos o tres décadas, no sólo resulte difícil distinguir entre estas máquinas y los seres humanos por su apariencia, sino que además, en virtud del desarrollo de la inteligencia artificial, los robots tendrán una capacidad sin igual para interactuar con nosotros, al ser en el fondo, hechos a nuestra imagen y semejanza.

            Ahora, como todo avance tecnológico, el que se comenta genera una serie de oportunidades y desafíos nuevos, al colocarnos en un escenario inédito, aunque pueda tener similitudes con situaciones anteriores. Una razón más para meditar a su respecto y ponderar sus posibilidades, aunque en un mundo que se mueve cada vez más rápido, no exista o no se quiera hacer uso de esta imperiosa necesidad o, en caso de hacerlo, seamos superados por el cambio de escenario constante al que nos vemos expuestos.

            Y obviamente esta no es la excepción. De hecho, ya han surgido voces de alarma, desde aquellas que están preocupadas por la pérdida de empleos que podría generar la existencia de estas máquinas inteligentes, hasta otras que han llegado a plantear la posibilidad de tener sexo con robots (la llamada “robofilia”).

            Sin embargo, más allá de estos escenarios que parecen de ciencia ficción, un aspecto que quisiéramos comentar es el notable efecto que lo anterior podría tener en las relaciones humanas. En efecto, si hoy ya estamos asistiendo a situaciones complejas de aislamiento (incluso podría llegar a hablarse casi de autismo en ciertos casos) fruto del vínculo e incluso de la dependencia que se ha ido generando respecto de los ordenadores, los teléfonos móviles o la realidad virtual, la irrupción de la robótica antropomórfica puede hacer que nuestro desapego de la realidad y de los demás llegue a situaciones insospechadas.

            De hecho, si a lo anterior se une el creciente fenómeno de humanización que para muchos están adquiriendo los animales e incluso las plantas (al punto que ya no son pocos los que prefieren relacionarse con ellos en vez de personas), esta desconexión con el mundo real podría llegar a ser patética.

            ¿Se imagina alguien las consecuencias que podría producir el interactuar permanentemente con un androide cuya función fuera velar por nuestras necesidades? Si estuviera programado para identificar nuestros estados de ánimo y proceder siempre para que estemos mejor (sea lo que fuere que considere como tal cada usuario), ¿de qué manera podría esto afectar las relaciones humanas reales, infinitamente más complejas e impredecibles? ¿Hasta qué punto se nos podría hacer intolerable la presencia del otro, de ese “tú” misterioso y trascendente?

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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