Un Estado confesional.

Se supone que de acuerdo a la mentalidad dominante en muchos sectores, el Estado debiera ser neutral en cuanto a lo que considera correcto, no pudiendo imponer ninguna “visión del mundo” a sus ciudadanos y debiendo, por el contrario, otorgar el marco jurídico para permitir que cada cual “desarrolle libremente su personalidad”, como suele decirse, dado el politeísmo valórico que impera en nuestras sociedades. En consecuencia, optar por alguna de las concepciones de sus ciudadanos sería discriminatorio respecto de las restantes.

Ahora bien, al margen de la imposibilidad real de una completa neutralidad del Estado (ya que de existir no podría tomarse prácticamente ninguna decisión, al requerir de elecciones basadas en valoraciones), lo que hoy está ocurriendo en muchos países dista mucho de este ideal, lo que de paso viene a demostrar su imposibilidad.

En efecto, dentro de las variadas funciones que el Estado ha ido asumiendo a lo largo del último siglo, actualmente una tarea que se considera esencial es la efectiva tutela de los derechos humanos, a fin de permitir una convivencia civilizada en que nadie imponga por la fuerza su “visión del mundo” a otros, y propiciar el diálogo y la tolerancia como elementos esenciales de cualquier sociedad democrática.

Sin embargo, es precisamente en esta labor de defensa y promoción de los derechos humanos que el Estado ha ido perdiendo su neutralidad (o mejor, ahora se nota más que no lo es, pues ella nunca existió), en particular en su defensa de los llamados “derechos sexuales y reproductivos”.

Lo anterior resulta ineludible, al margen de los derechos que se quieran defender, pues es inevitable que surjan conflictos de derechos, sobre todo si se los concibe en un contexto de “todo o nada”, es decir, que para que prime uno debe eliminarse por completo el otro. De esta manera, ante estos nuevos derechos, hoy por hoy todos los demás comienzan a ceder, gracias al aparato coactivo del Estado, que los defiende a brazo partido mediante sentencias o leyes, precisamente por considerarlos “correctos”.

Mas, desde este momento, el Estado ya no puede alegar una pretendida neutralidad (que nunca ha existido, se insiste), al estar optando de manera tan clara por estos derechos, que considera más importantes que otros, como la vida del no nacido, la libertad religiosa, de conciencia y de opinión, o el derecho preferente de los padres de educar a sus hijos.

Resulta evidente así que estamos en presencia de un Estado confesional (e incluso podría llegar a decirse que en presencia de una comunidad internacional confesional), en que los “derechos sexuales y reproductivos” han sido elevados a la categoría de verdadera religión secular, con sus dogmas, sacerdotes y por supuesto, herejes.

Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián

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