Con la sonrisa de la Virgen de Guadalupe

En el mes de mayo suelo frecuentar Santuarios dedicados a la Virgen María para visitarla y rezar el Rosario acompañado de familiares y amigos. El pasado domingo estuve en la Villa de Guadalupe y conmigo iban un colega de profesión, acompañado de su hijo adolescente.

No cabe duda que visitar la Villa es ocasión de encontrarse siempre con agradables sorpresas. Mientras esperaba a mi amigo y a su hijo, estaba de pie junto a la estatua de San Juan Pablo II. A pocos metros observaba a un padre en cuclillas y muy joven -quizá de unos 28 años- que en el atrio enseñaba a persignarse a su pequeño con gran paciencia y afecto.

Era un día luminoso, soleado, algo caluroso como corresponde a los días primaverales. Entraban caminando en procesión y cantando numerosos grupos de personas de diversas clases y condiciones sociales. En un costado, había una larga cola de papás con sus bebés en brazos que esperaban fueran bautizados.

Divisaba a muchas familias que, antes de entrar al atrio, compraban flores para ofrecérselas a la Virgen María. Había un ambiente como de fiesta porque la gente estaba contenta y alegre. Finalmente llegaron mis acompañantes y entramos en el Santuario Guadalupano para rezar el Rosario.

El sacerdote celebraba la Misa a un numeroso grupo de niños que iban a hacer su Primera Comunión. Les pedía el presbítero a aquellos infantes que nunca olvidaran ese día, en que Jesús quiso habitar en sus corazones. Y recordaba aquel buen hombre de Dios que justo el día de su Primera Comunión -hacía más de 60 años- fue cuando vio claramente su vocación al sacerdocio, por ello le resultaba una fecha particularmente entrañable.

A mí me vino a la memoria el recuerdo de un amigo extranjero, profesional brillante, de unos 45 años. Su empresa lo había destinado a trabajar en México sólo por unos meses. Aparentemente parecía que la vida le sonreía porque ganaba buen dinero, pero pasaba por una situación de crisis existencial: había perdido su fe en Dios, su matrimonio parecía resquebrajarse, no tenía buena comunicación con sus padres y menos con sus hijos…

Así las cosas, un día recibí un correo electrónico de su piadosa madre en el que me pedía que lo acercara a Dios, o al menos, que lo llevara a conocer la Villa de Guadalupe. Como era de esperarse, traté de ayudarle pero me respondió de un modo drástico y tajante, con frases como: “la religión es una farsa”; “el matrimonio no tiene ningún sentido”; “la familia es un mero convencionalismo social”… Conversamos en repetidas ocasiones, pero parecía tomar una postura radical e inflexible. Le dije que lo que teníamos en común era que habíamos entablado buena amistad y eso era lo importante. Si el opinaba de otra manera, yo respetaba sus puntos de vista. Y con esa clase de respuestas se fue serenando y desdramatizando su estado emocional. Claro está que le pedí a la Guadalupana por este amigo mío y su retorno a la fe.

Un inesperado día tomó la iniciativa de ir solo a la Villa. Se colocó justo debajo de la imagen, donde se encuentran las bandas por donde habitualmente pasa mucha gente. Delante de él se encontraba una viejecita muy pobre, descalza, con su traje típico otomí, que miraba fijamente a la Virgen y le decía un par de palabras en su dialecto y otro par en castellano. Como la mujer rezaba a voz en cuello, se percató que le decía: “Gracias, Madrecita, porque mi yerno ya no toma; gracias, Madre, porque se curó mi esposo de su pulmonía; gracias, Madre, porque mis hijos y mis nietos tienen salud; gracias, porque nunca nos ha faltado qué comer…”.

De pronto, aquel amigo mío, llegó a la conclusión de que a él no le faltaba nada y la viejecita, carecía prácticamente de todo. Sin embargo, cuánto le agradecía ella a la Virgen de Guadalupe sus favores espirituales y materiales y, en cambio, él se daba cuenta que hasta ese entonces había sido casi siempre egoísta, necio, soberbio, conflictivo…Después comenzó a llorar y a llorar y a pedirle perdón a Dios y a la Virgen María. Al subir hacia la parte de las bancas de la Basílica, se encontró conque había muchos sacerdotes confesando. Y no dudo, ni un instante, en acudir al Sacramento de la Reconciliación y, a continuación, asistió a la Santa Misa y recibió la Eucaristía.

Al día siguiente, este amigo me buscó para conversar. Me contó todo lo sucedido. Se habían disipado todas sus dudas sobre su fe católica y la existencia de Dios; quería cuanto antes pedirles perdón a su esposa, a sus hijos y a sus padres por los malos ratos que les había hecho pasar. En síntesis, era otra persona, notablemente transformada.

Cuando le pregunté cómo era posible que hubiese tenido un cambio profundo y tan rápido, se limitó a contestarme: “Cuando vas a la Villa de Guadalupe, la Virgen María siempre nos prepara una sorpresa. Y el instrumento que Ella utilizó fue esa viejecita que tenía frente a mí y me conmovió hondamente. Pero te confieso que todo el tiempo que estuve en el Santuario sentí que estaba bajo la mirada amorosa, tierna, sonriente e inolvidable de Santa María de Guadalupe”.

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