Una adolescencia permanente

Debido a un cúmulo de factores, tanto públicos como privados, existen en nuestras sociedades, cada vez más personas jóvenes (digamos que de 40 para abajo), que viven en lo que podría llamarse una “adolescencia permanente”, en el sentido que la prioridad que pareciera existir en sus vidas es “pasarlo bien” de la manera más duradera posible y en parte, como requisito para lo anterior, asumir el mínimo de responsabilidades y compromisos.

Tal vez uno de los aspectos que más claramente muestra lo anterior es el explosivo aumento de las formas de diversión que se ha producido en las últimas décadas, lo que ha ocasionado que la oferta para “pasarlo bien” y evadirse en buena medida de la realidad, supere ya casi la imaginación. Y eso que estamos hablando de las formas lícitas de diversión.

Al mismo tiempo y por mera lógica, todo lo que suene a compromiso y postergación, aunque sea por una buena causa, es visto en muchos sectores casi como una maldición a evitar, precisamente por ser un impedimento para –y lo opuesto a– “pasarlo bien”, que se ha convertido en la razón de vivir para muchos. De ahí que el formar una familia, por ejemplo, no esté dentro de las prioridades de varios, como sí lo estaba hace no muchos años atrás.

Finalmente, diversas políticas estatales dirigidas hacia los verdaderos adolescentes, presentadas bajo el ropaje de “derechos humanos” (por ejemplo: la educación gratuita, la “autonomía progresiva” de los menores como pretexto para destruir la patria potestad, o la educación sexual, que casi los empuja a probarlo todo sin asumir responsabilidades), han contribuido al alargamiento de esta etapa de la vida, de la cual muchos no quieren salir.

Ahora bien, como resulta obvio, parece difícil que una persona pueda estructurar adecuadamente su vida si única o prioritariamente está preocupada de “pasarlo bien” y no asume las responsabilidades propias de un adulto, pues existen muchísimos asuntos que requieren de atención y esfuerzo (sin ir más lejos, mantenerse a sí mismo), sencillamente porque la vida tiene sus dificultades, ya que no estamos en el Edén.

Además, otra característica de la adolescencia es la creer de manera más o menos intensa, que se tiene una autonomía y una autosuficiencia notables, sin darse mucha cuenta que para que ellas puedan darse, es necesario tener solucionados un cúmulo de problemas. Dicho de otra manera: que alguien tiene que “poner el hombro”, como se dice, para que las cosas funcionen, lo que por regla general, recae sobre uno o ambos progenitores. Sin embargo, esta situación de dependencia debiera ser temporal, a la espera que el sujeto madure, para que tome a cabalidad, con sus luces y sombras, las riendas de su propia vida.

Por ello, no es indiferente para una sociedad que un buen sector de la misma permanezca en esta adolescencia permanente. No sólo porque resulta bastante obvio que les será más difícil asumir las responsabilidades y sacrificios propios de la verdadera adultez, sino también, porque podría ocurrir que este sector, con tal de seguir “pasándolo bien”, resulte especialmente propenso a aceptar que el Estado se haga cargo de casi todo –como en su momento hicieron sus padres–, con lo cual podrían ser fácilmente dominables. ¿Será este el motivo para querer dejarlos en este estado?

 

Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián

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