Constituciones mágicas

El envío del gobierno de un proyecto de nueva Constitución a sólo unos días de terminar su mandato, ha sido visto por muchos como un último y porfiado empeño por influir en los destinos del país desde su particular perspectiva, pese a la contundente derrota electoral sufrida hace poco. Ello, porque ante este resultado, la sola idea de seguir mandando proyectos de ley, y máxime de una Constitución, ha perdido buena parte de su legitimidad democrática.

Además, se ha criticado el casi total secretismo de los contenidos de este proyecto, al punto que la ciudadanía se entera tarde y superficialmente de los mismos, pese a que se realizó un publicitado aunque polémico trabajo con “cabildos”, como supuesto mecanismo de consulta popular, cuyos resultados finales tampoco fueron de público conocimiento. En suma, se trata casi de un as bajo la manga, sacado a punto de terminar la partida.

Sin embargo y sin negar lo anterior, este proceso constituyente tiene raíces más profundas y extensas de lo que se cree. Ello, porque se relaciona con un ya viejo ideal de muchos juristas y políticos de América Latina, consistente en dotar a sus diferentes países, ya sea de nuevas constituciones o de modificaciones profundas a las existentes y en ambos casos, hacerlas muy receptivas a lo señalado por instancias internacionales de derechos humanos, en particular, la Corte Interamericana. Ello, con el fin de dotar a estas naciones de un andamiaje internacional, constitucional y legal, que garantice un cúmulo de derechos económicos, sociales y culturales, a fin de superar los problemas y desigualdades de nuestra región. Y por supuesto, el Estado tiene un papel protagónico en la promoción y puesta en práctica de estos derechos, así como para sancionar a quienes no los reconozcan. En suma, se busca tener un Estado todopoderoso que regule casi todos los aspectos de la vida, o también como otros han señalado, un “Estado-niñera”.

De esta forma, el empeño constitucional del actual gobierno no debe ser entendido como un arranque de originalidad autóctono, sino como parte de un movimiento mucho mayor, de tipo continental, que pretende llegar a lo que ellos mismos llaman, un “Ius Constitutionale Commune” para América Latina. Ello, porque como todos los textos constitucionales propuestos se abren generosamente a la influencia del Derecho Internacional, en particular de la Corte Interamericana, se iría generando una simetría en todos los países en la protección y promoción de estos derechos humanos, al tener a dicho tribunal como la última palabra y como garante final en cuanto a lo jurídicamente correcto.

Sin embargo, además de ceder soberanía a raudales a órganos internacionales que nadie controla, tal vez lo más llamativo de este fenómeno es que se crea, ingenuamente, que basta con cambiar las constituciones para que casi por arte de magia, los problemas se arreglen, entregándole además al Estado –ente iluminado e infalible para dirigir los destinos de ciudadanos que parecen ser tenidos por idiotas–, las riendas totales de este proceso. Lo anterior, sin perjuicio del grave problema del financiamiento de estos ambiciosos derechos.

Es por eso que los actuales debates de nuestros países no pueden seguir siendo vistos sólo desde una perspectiva nacional, sino que es necesario añadirles una óptica internacional.

Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián

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