Como hemos señalado anteriormente, nuestra idea es dedicar varias columnas a plantear diversos temas relacionados con una Constitución en general.
Ahora, dentro de los anhelos y aspiraciones de muchos que propugnan por una nueva Constitución, sobresale el deseo que el Estado se haga cargo prácticamente de todos los problemas y necesidades de la población, a fin de lograr una neutralidad al momento de repartir beneficios y que los intereses particulares no favorezcan a unos en desmedro de otros.
Sin embargo, en demasiadas ocasiones el Estado ha sido mal gestor en la solución de problemas comunes por diversos motivos, que van desde la corrupción hasta la impericia, entre otros. Es por eso que hace ya décadas, se ha planteado la posibilidad (y necesidad) que los particulares también intenten solucionar estas dificultades, siempre bajo la tutela o supervisión del Estado, a fin que en lo posible no se produzcan abusos o arbitrariedades. Y una forma en la cual se logra lo anterior es mediante el llamado principio de subsidiariedad.
Si bien hay muchas definiciones a su respecto, una muy simple señala que este consiste en que el Estado realice únicamente aquellas actividades que los particulares no quieren, no pueden o no deben hacer. Es decir, la idea es que la primera opción para solucionar los problemas de la gente recaiga en esas mismas personas, no sólo por ser los directamente afectados, sino porque debido a ello, suelen comprenderlos mejor que la autoridad, más lejana y preocupada de variados asuntos al mismo tiempo.
Sin embargo, esto no significa que los particulares lo hagan todo, pues en ese caso, el Estado casi no tendría razón de ser. Es por eso que aun teniendo la primera opción, es el gobierno de turno quien debe tomar la iniciativa en los tres casos que indica este concepto.
Primero, cuando los particulares “no quieren” hacerlo, por ejemplo, en razón de ser muy difícil, costoso o con resultados muy a largo plazo. Además, la visión de los ciudadanos suele ser más inmediata, faltándole la óptica de conjunto que debiera tener la autoridad.
Segundo, respecto de aquellas acciones que los ciudadanos “no deben” realizar, en razón de los peligros que generaría que su solución sólo quedara entregada a ellos. Así por ejemplo, sería absurdo que las Fuerzas Armadas o los ministerios se privatizaran, pues de hacerlo –en caso que se pudiera, por cierto– probablemente se usarían para satisfacer los intereses particulares antes que los del país, dañándose así gravemente el bien común.
Y tercero, el Estado debiera llevar a cabo las actividades que los privados “no pueden” hacer, como serían aquellas –en parte similares a las del primer caso– demasiado costosas o de muy largo aliento, aun cuando tengan el deseo de llevarlo a cabo.
Lo importante de todo lo dicho, es que el principio de subsidiariedad logra que muchos de los problemas que aquejan a la mayoría de la población, puedan ser solucionados por los propios afectados, por el Estado o por ambos, permitiendo así que surjan un sinnúmero de posibilidades de acción que no existirían si todo dependiera –en un caso más bien de laboratorio– de los particulares o –en muchos casos reales– solo del Estado.
Por tanto, la ventaja del principio de subsidiariedad es que se cuenta con “dos manos” para enfrentar las dificultades de un país, “manos” que pueden trabajar conjunta o separadamente. Entonces, ¿vale la pena anular a la “mano” privada en pos de la pública?
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director de Derecho
Universidad San Sebastián
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