Termina un año más. En esta época, a menudo escuchamos expresiones como: “Se me ha ido este año en un abrir y cerrar de ojos”; “Es increíble cómo se pasa el tiempo, ¡casi sin sentirlo”; “¡Los meses y los días se me han escapado como agua entre las manos!” “¿Qué hace que estábamos celebrando el Año Nuevo de enero pasado?”
Sin duda, la brevedad de la vida y la fugacidad del tiempo constituyen una realidad que experimentamos todos los seres humanos y, de modo particular, las personas mayores.
Pero considero que, en vez de mirar esta situación, con ojos de nostalgia y melancolía, como el poeta Rubén Darío escribía en estos versos: “Juventud,/ divino tesoro,/ ¡ya te vas para no volver!/ Cuando quiero llorar, no lloro…/ y a veces lloro sin querer…”.
O ponerse todavía más trágicos y dramáticos, como el filósofo existencialista alemán, Martin Heidegger, quien afirmaba que “el hombre es un-ser-para-la-muerte”, o el francés, Jean Paul Sartre, quien sostenía que “el mundo es una causalidad absurda que provoca náusea; el hombre es una pasión inútil; los demás son el infierno y la maldición; la sociedad es un conflicto. El ser existe para la nada”.
Desde luego son posturas equivocadas ya que cada persona tiene una enorme dignidad y posee una clara vocación abierta hacia la Trascendencia, que desde luego no concluye bruscamente y sin esperanza al término de esta vida mortal.
Sabemos que nuestro destino es Eterno y que estamos llamados a ser partícipes de esa Vida sin fin. Al final de nuestra existencia, lo que contará son las buenas obras: como: la responsabilidad y dedicación que le concedimos a nuestro trabajo profesional; el tiempo invertido con amor y cariño a la esposa y los hijos; el hacer el bien –sin cansarnos- a los que nos rodean (parientes, amistades, conocidos…) y a los más necesitados; el sembrar a nuestro alrededor la paz, el perdón y la compresión fraternas.
Por esta razón, es importante ponerse metas altas para mejorar cada día más como personas. En primer lugar, en el crecimiento de las propias virtudes de manera que paulatinamente vayamos madurando y obteniendo un desarrollo más pleno de nuestra personalidad.
En segundo lugar, poniendo atención al núcleo familiar en el que todos podemos poner “nuestro grano de arena” para hacer la vida más agradable a lo que con nosotros conviven y, por lo tanto, eso equivale a esmerarnos en corregir nuestros defectos, muchas veces involuntrarios y, en particular, ésos que notamos que lastiman a nuestros seres queridos.
Después, en el terreno laboral, es necesario tener nobles deseos de aumentar nuestro prestigio profesional. De tal modo, que logremos realizar el trabajo a conciencia, bien ejecutado y mejor concluido, sabiendo aprovechar al máximo ese tiempo perecedero y fugaz.
De manera que, al iniciar un nuevo año, es una magnífica ocasión de dar muchas gracias a Dios por los bienes recibidos y de hacernos propósitos concretos de mejoría para este tiempo que comienza. Vale la pena fomentar ese deseo de superarnos cada día más porque es la mejor herencia que dejaremos a los demás y son los frutos que nos llevaremos después de esta vida.
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