No deja de ser paradójico el constante empeño de vastos sectores de nuestras sociedades por acrecentar sin medida el tamaño del Estado –como si el estatismo fuera bueno en sí–, pretendiendo que con ello buena parte, sino todos sus problemas se solucionarán como por arte de magia, si se toma en cuenta al mismo tiempo el creciente desprestigio de la clase política en general y de una serie de entidades públicas en particular, que han hecho que muchos se hayan desencantado tanto de la cosa pública, que la masa de votantes disminuya elección tras elección.
En efecto, si casi cada semana se destapa algún escándalo sea de gobiernos o de entidades públicas, tanto del propio país o –dada su envergadura– de otros a veces bastante lejanos, resulta más que llamativa la profunda y porfiada fe que tantos le tienen al Estado.
A lo anterior se suma el hecho que al encontrarnos en sociedades donde impera un politeísmo valórico escalofriante, que hace que para tantos, las nociones de bien y mal cambien como el viento, muchos piensen o crean que quienes accedan a los más y más cargos públicos que generaría este crecimiento exponencial del Estado, se comportarán de manera intachable. Esto también es curioso, pues como hemos dicho tantas veces, detrás de estos cargos públicos hay personas, iguales a todos nosotros, de manera que son los sujetos y sus convicciones quienes imprimen su sello a los cargos que ocupan y no lo contrario, pues “el hábito no hace al monje”.
Finalmente, esto se hace más patente todavía si se considera además, que para algunos sectores, la ética y la política discurren por cauces separados, de tal forma que los criterios de una no podrían aplicársele a la otra, pues la primera sería el reino de los principios y la segunda el de los resultados.
Todo lo anterior hace, se insiste, que esta confianza, completa entrega e incluso fe mesiánica que muchos profesan hacia el padre-Estado sea más que paradójica. Ello, pues es evidente que si un sujeto sin principios ya es peligroso en la esfera privada, con mucha mayor razón lo será en la pública –en virtud del poder que se adquiere–, cuya muestra son los constantes escándalos que nos remecen. Por tanto, algo no cuadra en esta situación.
Sin embargo, tal vez una explicación podría ser que los que defienden a brazo partido este estatismo asfixiante sean distintos de quienes se han desencantado de la política y de la cosa pública en general, fruto de sus abusos. Lo cual querría decir que quienes estarían mayormente interesados en un Estado que lo controle todo serían los primeros y no estos últimos, que al no sufragar debido a su desencanto, le estarían allanando el camino a aquéllos, cuyos votos podrían terminar imponiendo su ansiado estatismo al total de la población.
De ser así, lo que correspondería hacer a los desencantados, pese a su desilusión, sería participar en el debate político, para al menos intentar a través de sus votos, que no triunfe ese estatismo. Ello, pues tal como se han dado las cosas hasta ahora, existe una alta probabilidad que de triunfar este último, crezcan más aún el escándalo y la corrupción. En consecuencia, los que se quejan tanto por esta situación no tienen derecho a lamentarse después si no participan en el debate público.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho
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