Hace algunas semanas, alguien señalaba lúcidamente en un medio de comunicación en Santiago, que resultaba absurdo extrañarse o indignarse por los muchísimos casos que se han registrado de intentos por burlar los toques de queda o las cuarentenas a causa del Covid 19, si desde octubre pasado se ha perdido casi totalmente el respeto por la autoridad.
La anterior reflexión no puede ser más cierta: si fruto de las protestas y las manifestaciones –supuestamente pacíficas–, amén de los asaltos que han sufrido comisarías e incluso cuarteles militares –¿se tolerará algo así en otro país?–, se ha llegado al absurdo de tener más efectivos de seguridad heridos o lesionados que manifestantes, algo ha cambiado radicalmente entre nosotros en los últimos meses.
En efecto, la mentalidad que se ha ido imponiendo en ciertos sectores, de la mano de un más que discutible modo de entender los derechos humanos, ha hecho que para ellos, las fuerzas de orden y militares vengan a ser entendidas casi como servidores suyos, una especie de empleados que deben seguir todas sus órdenes e incluso obedecer sus caprichos.
Ahora bien, ¿es esta la forma correcta de entender a las fuerzas de seguridad? ¿Puede un país funcionar realmente con este modo de ver las cosas?
Obviamente, no se trata que en el cumplimiento de su labor, estas fuerzas de seguridad –en las cuales se manifiesta el monopolio legítimo del uso de la fuerza del Estado– tengan carta blanca para hacer lo que les venga en gana respecto de la población civil. Es por eso que existe una formación a su respecto, protocolos para su actuación y sanciones en caso de eventuales abusos.
Mas lo anterior no puede pretender que estas fuerzas se conviertan prácticamente en lacayas de los ciudadanos de a pie. Y no lo es, porque su función es, precisamente, resguardar el orden público, evitando que otros sectores puedan quitarles, ilegítimamente, este monopolio de la fuerza que poseen. Si ello ocurriera –en buena medida por mostrar debilidad ante esa ciudadanía, por las razones que sea–, se abriría un camino sumamente peligroso: el de la autotutela, de la imposición de la ley del más fuerte e incluso el de la revolución.
Es por todo lo anterior que las fuerzas de seguridad y de orden de un país, por su propia función y razón de ser, deben encontrarse y no pueden no estar un peldaño más arriba que el ciudadano común, para la protección de este mismo ciudadano. Y esto se logra sólo si resultan verdaderamente intimidantes y pueden emplear racionalmente la fuerza de manera mucho más intensa que cualquiera. Por eso, llegado un caso de enfrentamiento, el que debe tener la voz de mando y la mayor fuerza disponible es el primero y no el segundo, y en caso que se sobrepase en su labor, existen los mecanismos para sancionarlo, según se ha dicho, lo cual debe ser en todo caso, una notable excepción.
Por tanto, lo que nos está ocurriendo, y que puede traer irremediables secuelas para nuestro país, es que se está invirtiendo la jerarquía en esta relación entre fuerzas de orden y seguridad y el ciudadano común. En realidad, si los primeros son concebidos como simples empleados de los segundos, dejan de ser verdadera fuerza pública, abriéndose el peligroso camino de la violencia y la insurrección, lo que ninguna democracia que se precie puede ni debe tolerar.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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