Recientemente, un parlamentario chileno fue detenido en Cuba por participar en una marcha opositora al régimen y ha protestado indignado por el trato recibido, exigiendo un reclamo formal del gobierno por este incidente.
Ahora, más allá de la justa indignación, lo que nos llama la atención es la sorpresa con que muchos han visto este episodio, casi extrañándose de lo sucedido. Mas, ¿tiene algo de raro?
En realidad, no: es la típica y previsible conducta de un gobierno totalitario que desconoce los derechos y libertades más elementales y que con el pretexto de una misión mesiánica, pisotea la dignidad de su gente. De ahí que llame la atención la sorpresa de algunos, al punto que es como extrañarse de haberse quemado con fuego.
Por lo mismo, resulta fundamental aprender (y evidentemente, antes saber) de la historia, pues sus lecciones al menos pueden aminorar, si bien no asegurar, el riesgo de tropezar dos veces con la misma piedra. Y la historia, bien contada y sin tapujos ideológicos, muestra que el comunismo ha sido el régimen más opresivo y despótico de la historia humana y el máximo violador de los derechos humanos, sea lo que fuere que hoy se entienda por ellos. Y como dice el refrán, “a confesión de parte, relevo de prueba”, razón por la cual basta con el testimonio del “Libro Negro del Comunismo”, que reconoce que gracias a esta ideología, al menos cien millones de personas fueron masacradas durante el siglo XX.
Es por lo mismo que cualquiera que se diga defensor de los derechos humanos, debiera poner un grito en el cielo por la situación de la isla; mas curiosamente, se da muy a menudo lo contrario: un sospechoso silencio, cuando no admiración o incluso apoyo por el modo en que hacen las cosas en ese país. ¿Cómo es posible?
Lo anterior quiere decir que no todo lo que brilla es oro: no basta con apropiarse de la bandera de los derechos humanos y enarbolarla a gritos para por ese solo hecho transformarse en un prócer de los mismos: hace falta una mínima coherencia y por tanto, denunciar su desconocimiento donde ocurra, “caiga quien caiga”, como se dijo una vez.
Lo contrario es un simple engaño, no solo por omitir interesadamente aquellas situaciones que no conviene reconocer, sino además, porque parece contradictorio declararse ferviente defensor de los derechos humanos y a la vez, pretender que el Estado lo controle todo. Precisamente, estos derechos surgieron, en primer lugar, para defenderse del Estado, con lo cual, si se lo fortalece en extremo, como pretenden algunos defensores de estos derechos, en el fondo se los está extinguiendo, al convertir al Estado en un Leviatán insaciable y despótico.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
Me gustaria recivir sus enseñanzas , saludos ¡¡
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