La Navidad de Lucía

Para Lucía las Navidades, y el resto de los días del año, eran solo motivo de dolor. Cada una de esas fechas festivas solo le recordaba que gran parte de su familia y amigos ya no estaban. Los últimos cinco años paulatinamente la Navidad había ido cambiando hacia algo más parecido a un velorio que a una fiesta. Lucía trataba de cumplir con todos los requisitos, pero solo por afuera, en su interior estaba seca. Esa pesadez se fue esparciendo a los integrantes de su familia, amigos y conocidos. En algún momento impreciso todos dejaron de luchar y se sumaron a la apatía general.

Ya todo estaba listo. Los comensales, quince en total, estaban prolijamente sentados en sus respectivos lugares. Por tradición, Lucía se ponía de pie para decir algunas palabras. Esto ocurría desde hacía cinco años. En aquella ocasión los padres de Lucía no habían participado por primera vez en esa reunión familiar, otrora llena de alegría y color. Mala fecha les había tocado a los infortunados para dejar sus cuerpos. El duelo de Lucía se prolongó en el tiempo hasta el presente, como un mal recuerdo. Y cada navidad era básicamente lo mismo: sentarse en silencio a comer y ver la televisión.

Ya estaba de pie, y todos esperaron a que Lucía diera sus palabras de recuerdo, acto que usualmente terminaba con una salida presurosa hacia su habitación por el resto de la velada. El reloj frente suyo marcaba las 23:55 de ese 24 de diciembre, el espejo situado detrás del reloj le devolvía su propia imagen. Se vio a sí misma parada frente a todos, haciendo un esfuerzo enorme por mantenerse de pie. Los segundos pasaban, pero las palabras no salían de su boca. Pensó que vería impaciencia en los rostros de su familia, pero no, todos estaban igual: expectantes, resignados. Volvió a mirar el reloj: 23: 55 No podía ser, llevaba bastante tiempo parada tratando de enhebrar alguna frase, pero no pasaba nada. Las palabras no aparecían y ella misma notó, con un arranque de pánico, que no podía moverse.

Un escalofrío le recorrió la espalda. No entendía lo que le estaba pasando, ¿por qué no podía moverse? Tranquila, se dijo, seguramente su familia pronto notaría su estado y la ayudaría. Era solo cuestión de esperar unos momentos, tarde o temprano su parálisis sería evidente. Miró el reloj: 23: 55 Algo andaba decididamente mal. ¿Sería coincidencia? ¿Era razonable que el reloj dejara de funcionar justo ahora? Miró a su familia. Todos estaban igual de paralizados que ella. Vio sus ojos, y pudo notar la tristeza que brotaba de los mismos. Comprendió que la tristeza que se veía en muchos de esos ojos era un reflejo de su propia tristeza. Los había ido arrastrando poco a poco a ese velorio perpetuo sin darles la posibilidad de resolverlo. Los había sumergido a todos en su propio pozo, sin importarle lo que ellos necesitaban. Lágrimas enormes comenzaron a rodar por sus mejillas.

23: 55 Todo igual. Las lágrimas seguían fluyendo, en un intento profuso de limpiar su alma. Cerró los ojos, tal vez eso pudiese romper el encantamiento. En ese momento una mano se apoyó en su hombro derecho. El calor que sintió proveniente de esa mano la derritió por dentro. Si hubiera podido moverse sin dudas habría caído pesadamente al suelo. No era posible soportar el poder de esa mano sin estar en trance. No quiso abrir los ojos, algo dentro de ella le pedía a gritos que los abriera, pero otra parte suya, más racional quizás, sentía un temor visceral a lo que podría ver. Tenía que abrir los ojos, tal vez hasta que no lo hiciera todo aquello no terminaría. Los abrió. El espejo le devolvió su propia imagen, pero a nadie se veía detrás suyo. Sin embargo, la mano seguía allí. Hizo un esfuerzo para mover sus ojos y tratar así de ver al propietario de la extremidad. Pudo ver, no sin esfuerzo, una mano de hombre tallada por el trabajo. Era una mano pesada, aunque transmitía amor, además de calor. Con el rabillo del ojo logró divisar una túnica blanca, pero no mucho más que eso. Lo único que podía sentir en ese momento era una calma y un gozo que jamás había experimentado en toda su vida. las lágrimas ya no se detenían, salían libremente de sus lagrimales y seguían su camino por las mejillas hasta el suelo. Su corazón se llenó de certezas, entendió cosas aparentemente tan elementales, no se explicaba cómo no las había visto antes. Su alma se regocijó con las cosas que comprendió de repente, solo por el poder de esa mano. Cerró sus ojos. A pesar de tener los ojos cerrados, pudo ver a su familia. Los vio esperándola, ansiosos de que dijera algo. La mano dejó su hombro y lentamente se posó sobre sus ojos, como queriendo taparle la visión. Paradójicamente, Lucía pudo ver a través de la mano con mayor claridad que con sus propios ojos. Pudo ver a su familia sentada a la mesa disfrutando de la compañía de los seres amados. Los vio felices, con esperanza en sus ojos. Detrás de cada uno de ellos estaban de pie todos aquéllos que ya no estaban. Parecían disfrutar de la velada al igual que el resto de la familia. Incluso sus padres y uno de sus hermanos disfrutaban la cena junto a los invitados.

La mano volvió al hombro, hizo una presión leve pero firme sobre el hombro de Lucía, quien solo podía derramar más y más lágrimas. Abrió los ojos. Vio el reloj frente suyo: las 23: 55 de ese 24 de diciembre. Los comensales la miraban resignados a escuchar las palabras de siempre, pero Lucía ya no era la misma. Le pidió a su hijo que pusiera música, lo cual sorprendió a todos, y luego brindó por una Navidad de alegría para todos. Explicó con lágrimas en los ojos que podía sentir a los que “no estaban” junto a ella disfrutando la velada. También recordó el porqué estaban allí reunidos, y qué era lo que se celebraba. La familia entera se levantó para saludarla y saludarse mutuamente. Por primera vez en muchos años, la Navidad de Lucía sería una Navidad para celebrar. La familia entera disfrutó esa noche como nunca lo había hecho, todos alrededor de Lucía, quien, casi sin notarlo, no dejaba de tocar su hombro derecho.

 

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