Actualmente vivimos en un mundo curioso: en múltiples latitudes –y la nuestra no es la excepción– existen políticos, programas e incluso gobiernos que prometen garantizar y varios intentan llevar a la práctica, un cúmulo de “derechos humanos” francamente excepcional, que nos aseguran, harán de nosotros seres más felices.
En efecto, desde hace ya varios años, las promesas de derechos van mucho más allá de aquellos que pretenden garantizar un conjunto de libertades, sobre todo de la intromisión estatal (vida, propiedad, privacidad, iniciativa económica, etc.) y por el contrario, buscan que ese mismo Estado se haga cargo cada vez de más y más aspectos de nuestra vida. De esta manera, se busca garantizar un derecho a la educación, a la salud, al trabajo, a la vivienda; y de ahí se pasa a derechos más inasibles, como el derecho a un medio ambiente sano, al desarrollo, a la paz y un largo etcétera.
En realidad, son tantos y tan bien intencionados los derechos que se prometen y que varios exigen como algo evidente, que a momentos casi dan ganas de agradecer de rodillas por vivir en esta privilegiada época, en que por fin nos hemos dado cuenta que la clave para alcanzar la felicidad es sólo desearla fervientemente. Sin embargo, también a veces surge la duda de si estaremos en lo correcto, si estos derechos que nos prometen no serán sólo una buena intención, pues parece demasiado bueno para ser cierto: ¿estaremos soñando?
En realidad, este sueño puede muy pronto transformarse en pesadilla, a poco que abramos los ojos y veamos que nada es gratis en este mundo. No sólo porque todo tiene un costo, y a fin de cuentas, alguien tendrá que pagarlo, monetariamente hablando, sino también porque existe otro precio bastante más alto que al parecer, muchos no alcanzan a percibir y hasta es posible que algunos no quieran ver.
Este precio es, ni más ni menos, que nuestra libertad. Y lo es, porque hay que recordar que estos derechos se cobran, no solo económica, según se ha dicho, sino también políticamente. Es decir, muchos de quienes los ofrecen (dejemos por ahora de lado el problema de su sustentabilidad en el tiempo) lo hacen no por un especial espíritu altruista o filantrópico, sino simplemente, por puro y simple afán de poder.
En efecto, para varios, la idea de estos derechos que se nos ofrecen a manos llenas es hacernos cada vez más dependientes de los mismos, pues a fin de cuentas, dichos derechos facilitan o pretenden facilitar la vida. El problema es que para mantenerlos, sobre todo si ya ha habido un acostumbramiento a los mismos, el precio es perpetuar en el poder a quienes los otorgan, con lo cual, los favorecidos con estos derechos terminan siendo esclavos de quienes los dan: algo así como un boleto para su reelección indefinida, al terminar los electores siendo completamente dependientes de esas ayudas que otorgan los gobernantes.
De esta manera, tal como ocurre con unas muletas, cuyo uso e incluso abuso puede terminar debilitando tanto las piernas que ya no sea posible sostenerse sin ellas, estos derechos pueden terminar haciéndose imprescindibles, así como quienes los otorgan. En consecuencia, hay razones para desconfiar de estos derechos que se nos ofrecen sin más.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director carrera de Derecho
Universidad San Sebastián
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.