Como se sabe, recientemente el Tribunal Constitucional dio luz verde a la objeción de conciencia institucional –como lo había sostenido él mismo en la sentencia que dio luz verde a la ley de aborto en tres causales–, permitiendo de esta manera que instituciones privadas cuyo itinerario esté en contra de esta discutible práctica, puedan oponerse a ella. De no haberse dado esta sentencia, dichas instituciones hubieran tenido que traicionarse a sí mismas o sencillamente, dejar de existir.
Ahora bien, más allá del debate que genera lo anterior, la actual situación es una muestra más del notable cariz totalitario que están adquiriendo lo que llamamos los “nuevos derechos humanos”, que poco o nada tienen que ver con los establecidos en la Declaración de Derechos Humanos de 1948. Ello, pues en la actualidad, ellos pretenden convertirse en una auténtica religión laica, con sus dogmas y herejes, contra la cual estaría prohibido oponerse y en caso de hacerlo, exponerse a las sanciones más drásticas y ejemplificadoras. Con lo cual se da la paradoja que en nombre de los derechos humanos, nacidos para protegerse del abuso, sobre todo estatal, pretende imponerse –repito: en nombre de estos “nuevos derechos humanos” – un auténtico totalitarismo no solo nacional, sino mundial.
Lo anterior es más sorprendente aún, tomando en cuenta que si hay algo en lo cual no estamos de acuerdo en nuestras sociedades, es respecto de los parámetros del bien y del mal. Por eso no deja de ser curioso que en sociedades tan fragmentadas, se pretenda tener una especie de tabla de salvación de objetividad moral y jurídica en los derechos humanos. Es como si quisiera recobrarse algún grado de objetivismo moral, perdida para muchos, cualquier noción que apunte a la existencia de una ley natural.
Sin embargo, no todo lo que brilla es oro. Y eso es lo que ocurre aquí: porque estos “nuevos derechos humanos” (como el supuesto “derecho al aborto”) no tienen, como muchos pretenden, un origen consensuado de la comunidad internacional, que es el modo en que habitualmente son presentados a fin de dotarlos de legitimidad. No: su origen subyace en la labor que realizan diversos organismos –comisiones y tribunales internacionales en particular–, que pese a las buenas intenciones de algunos de sus miembros, se han erigido en auténticos oráculos de esta nueva religión en ciernes. Oráculos que por cierto, no responden ante nadie y cuya labor la ciudadanía ignora prácticamente por completo.
El problema, como también hemos señalado reiteradamente, es que por muy discutibles o incluso arbitrarios que resulten algunos de estos nuevos planteamientos, están revestidos del manto de legitimidad que otorgan los derechos humanos, razón por la cual gozan, al menos en un principio, de carta de ciudadanía.
Sin embargo, entre otros, existe un punto clave que permite distinguir el trigo de la paja: el grado de intervencionismo estatal, sumado a la injerencia en la vida privada de los ciudadanos, que los derechos humanos proclamados conllevan. Así, mientras más crecen ambas situaciones, más claro resulta su raigambre totalitaria, pues debe recordarse siempre que los verdaderos derechos humanos surgieron precisamente para defendernos del Estado, no para darle carta blanca a fin que pudiera inmiscuirse en todo y pretender así moldear nuestras vidas de acuerdo a su pseudo sacrosanta voluntad.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director de Carrera
Universidad San Sebastián
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