Está siendo cada vez más común en nuestros días que el debate referido a diversas materias, al menos opinables (cuando no abiertamente criticables), se vea severamente restringido o incluso anulado, en atención a que uno de los bandos en pugna considera que las posturas contrarias a la suya lo ofenden de manera intolerable.
De esta manera, se ha creado la figura del “discurso de odio” o de “incitación al odio”, para referirse a ciertos modos de pensar que en atención a su punto de vista, considerado inaceptable por sus adversarios, ni siquiera debiera ser admitido como posibilidad de expresión, amenazándose a quienes osen incursionar por sus caminos, con las penas del mismísimo infierno.
Es así como gracias a esta estrategia, el campo de lo debatible ha ido restringiéndose notablemente, existiendo en consecuencia, un sinfín de ámbitos intocables, por decirlo de algún modo, es los cuales pretende imponerse, cual auténtico dogma, una determinada visión de las cosas, como si se tratara de una verdad evidente, demostrada más allá de toda duda y cuasi eterna. Con la agravante que este campo intocable crece día a día.
Por tanto, cada vez hay menos materias respecto de las cuales es posible intercambiar opiniones de manera libre y espontánea, pues basta que alguna de ellas –no importa cuál– sea considerada como una manifestación de “odio” para que quede excluida del debate.
Ahora bien, al margen del hecho que estas posturas así sacralizadas pueden, como casi cualquier opinión humana, no estar en lo correcto, es usual que la calificación de “odio” se base sobre todo en el sentimiento de ofensa que señalan experimentar quienes no comparten las opiniones así calificadas, más que en los argumentos de fondo de las posturas en juego. Con lo cual se traslada peligrosamente el centro de gravedad desde la objetividad de los argumentos en pugna a la subjetividad de quienes los esgrimen. Sin embargo, lo anterior puede terminar incluso haciendo inviable el diálogo, pues es casi imposible que alguien no se sienta pasado a llevar por opiniones contrarias a la suya. Todo lo cual se puede terminar afectando incluso al mismo debate democrático, de seguirse por este camino.
Pero además, no deja de resultar curioso –y en realidad, abiertamente contradictorio– que muchos de quienes acusan ser víctimas de “discursos de odio”, tengan una actitud respecto de quienes no piensan como ellos, absolutamente agresiva e intolerante, situación que se agrava sobremanera al ir, en no pocas ocasiones, acompañada de todo tipo de amenazas y amedrentamientos. Con lo cual, se pretende acallar de plano estas posturas “inaceptables”, reduciéndose artificiosamente el debate e imponiéndose en buena medida por la fuerza las convicciones consideradas “correctas” –elevadas a la categoría de “verdad oficial”–, generándose así un “diálogo” condicionado, mutilado, que ha dejado en el fondo de ser tal.
Finalmente y de manera más palpable, si muchos de quienes dicen ser víctimas de “discursos de odio”, actúan de una forma cada vez más amenazante y agresiva, ¿quiénes son los que realmente están actuando con odio en este debate?
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director de Carrera de Derecho
Universidad San Sebastián
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