Según hemos dicho en otras oportunidades, cuando se analiza el modo como hoy se conciben y exigen los derechos humanos, en particular los de segunda generación (los que conllevan prestaciones directas del Estado, como la salud o la educación), es imposible no preguntarse cómo se financiarán estos derechos cada vez más amplios y costosos.
La pregunta, por mucho que algunos la rehúyan, es esencial, pues todas estas actividades requieren implementar una serie de medidas que, se quiera o no, conllevan recursos, y no pocos, dicho sea de paso. De hecho, cada año el erario del Estado se ve más y más comprometido, no solo para incorporar los nuevos y crecientes derechos que se reclaman como la cosa más natural, sino además, para mantener los ya existentes, que –no faltaba más– una vez adquiridos, obviamente no se pueden perder.
Y por supuesto, uno de los blancos preferidos de esta vorágine de derechos, es el modelo económico neoliberal, al cual suele culparse de prácticamente todos los males e injusticias, que los derechos humanos estarían llamados a reparar. Evidentemente, lo anterior no significa que no haya cosas que corregir del modelo, que como toda obra humana es perfectible y puede ser mal usada. Pero en muchos casos, la mirada de estos “derechohumanistas” apunta a su completa destrucción, pues como se ha dicho, sería el origen de todos los males, la peor maldición que ha caído sobre la faz de la tierra.
Mas, si se consiguiera ese propósito, ¿de qué manera o por cuánto tiempo podrían mantenerse los enormes gastos que requieren estos derechos tan ardorosamente proclamados y exigidos? Porque si se atenta contra el mecanismo que permite la producción de la riqueza, se propina un golpe mortal a la misma fuente de donde surgen estos recursos –tan necesarios como olvidados– que les permiten existir. Sería como matar a la gallina de los huevos de oro.
Lo anterior, por mucho que en un principio surja la apariencia de haber solucionado una “injusticia”, como por ejemplo, cuando se suben desmesuradamente algunos impuestos, se establecen precios máximos o se realizan expropiaciones estratégicas. En todos estos casos, se está generando pobreza, y la posibilidad de acceder a créditos internacionales o de iniciar una espiral inflacionaria tienen también un beneficio limitado que muy pronto se paga con creces, generando muchos más problemas que los que se buscó solucionar en un principio. Por eso, podría concluirse que es más lo que los derechos humanos dependen de la economía que lo contrario, aunque resulta obvio que ambos se influyen mutuamente.
En consecuencia, si los derechos humanos requieren de una economía sana para poder solventarse, el mayor daño que puede hacerse a estos derechos, es atentar contra dicho sistema económico, pues proporciona uno de los elementos básicos para su existencia. Incluso podría hablarse del “derecho humano a una economía sana”, pues se insiste, atentar contra la misma es hacerlo contra los derechos humanos en su globalidad. Pocos o casi ningún derecho humano de los que actualmente se implementan continuaría existiendo, si volvemos una economía pastoril o si lo absorbiera todo el Estado.
Por tanto, hay que andarse con bastante más cuidado al momento de criticar tanto al “modelo” en nombre de los derechos humanos –lo cual no obsta a perfeccionarlo–, pues con ello estamos atentando contra estos mismos derechos en su globalidad.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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