El mito del Estado.

Un elemento central, cuando no obsesivo de todas las reformas que ha impulsado el actual gobierno contra viento y marea, es el papel protagónico que en ellas se otorga al Estado, al punto que su intervención podría muy bien ahogar la iniciativa privada, tanto de las personas individuales como de los cuerpos intermedios de nuestra sociedad.

El anterior empeño denota muy a las claras un insaciable afán de control, casi de tipo orwelliano, de prácticamente todas las actividades importantes que puedan desarrollarse en nuestro país; y de paso, revela también una clara desconfianza no solo en la iniciativa privada, sino sobre todo en su idoneidad moral. Es como si por el solo hecho de tratarse de una actividad no autorizada o validada por el Estado, ella fuera de suyo mala, aunque tenga apariencia de bien; y al contrario, por la sola intervención del Estado, dicha actividad, cualquiera que sea, se santificara automáticamente.

Sin embargo, esta verdadera idolatría del Estado, que para muchos ha sustituido incluso al mismo Dios, tomando su lugar de padre providente, bueno y justo, es absolutamente falsa, por la sencilla razón que dicho Estado está formado por personas iguales a aquellas de las cuales tanto se desconfía cuando actúan desde la esfera privada.

Lo anterior es importante, porque resulta muy frecuente que el así llamado “mito del Estado” ciegue a muchos, haciéndolos creer que se trata de una realidad casi sobrenatural. Por eso hay que ser muy claros a este respecto: que el Estado bendiga determinadas actividades, las controle al extremo o incluso las haga por sí mismo no solo no es garantía de nada, sino que no ha sido infrecuente que sus frutos dejen mucho que desear a la postre.

Las razones de esta realidad son múltiples, siendo una de las principales el poder del que están investidos quienes encarnan las instituciones del Estado. Dicho poder es absolutamente necesario para que éste logre cumplir su función, pues sin él, no podría imponer sus decisiones. Sin embargo, como está compuesto por seres humanos iguales a los que se quiere vigilar, siempre surge el problema de quién controla a los controladores.

Ahora, si desde hace más de dos siglos el constitucionalismo moderno ha intentado por muchos medios normar el poder de los gobernantes y dividir sus funciones en órganos supuestamente independientes, esa es tal vez la mejor prueba de lo que venimos diciendo. Ello, porque si quienes encarnan las instituciones del Estado fueran ángeles, no hubieran sido necesarios tantos mecanismos de control y regulación.

En consecuencia, si son tan “malos” gobernantes como gobernados, ¿por qué confiar ciegamente en los primeros?

Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián

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