¿El mundo es Davos?

En estos días se realiza en Suiza, como ya es tradición, el Foro de Davos, en el cual personalidades de primer orden a nivel planetario, sobre todo del mundo político y económico, se reúnen para ver de qué modo pueden ayudar al mundo para superar los problemas que, según ellos, lo aquejan (en el último tiempo su insistencia en crisis de tipo sanitario y ahora también climática casi copan su agenda). De ahí que las soluciones que proponen (e imponen, gracias a diversos organismos internacionales y la ayuda de los gobiernos locales) son establecidas de manera unilateral e inconsulta por ellos, pese a que afectan importantes derechos fundamentales de la casi totalidad de la población.

            Ahora bien, al margen de las intenciones de todo tipo que pueda haber y de la real existencia y magnitud de los problemas que se plantean, lo que más llama la atención es la nula consideración por el parecer de los directamente afectados gracias a las políticas que se acuerdan en sus reuniones: nosotros mismos.

            En efecto, cada vez da más la impresión que estamos volviendo a una especie de gobierno aristocrático, en que unos pocos mandan y casi todo el resto obedece, muchas veces por la fuerza, sin tener la más mínima posibilidad de objetar ni oponerse a lo decidido. Lo cual no puede menos que poner en total duda e incluso completa crisis nuestro actual sistema democrático, además de la real defensa y eficacia de los derechos humanos que en teoría debiéramos tener todos.

            Lo anterior no es conspiranoia ni nada que se le parezca: actualmente las grandes decisiones que afectan al mundo y en particular a Occidente no son el resultado de procesos democráticos en que se otorgue a la población la oportunidad de dar su parecer, sino de grupos cupulares que por un supuesto bien común planetario, imponen su querer. Y a lo sumo, en algunos casos esta voluntad popular es usada como elemento legitimador a posteriori de estas decisiones previamente adoptadas e impuestas.

            Como botones de muestra, piénsese en cómo nos afectó la última pandemia, o las políticas que se están proponiendo para combatir el llamado “cambio climático”.

            En consecuencia, ¿vale la pena seguir participando en el juego democrático en cada país, si las decisiones realmente importantes se adoptan por esta élite mundial inalcanzable por las masas? ¿De qué sirve tener leyes y gobernantes locales si sus resguardos y decisiones pueden ser barridas de un plumazo desde Davos?

Podría así y sin exagerar, parafrasearse al máximo representante del absolutismo del Antiguo Régimen, Luis XIV, cuando señalaba que “el Estado soy yo”: hoy parecen querer decirnos que “el mundo es Davos”.

            Finalmente, si buena parte de la lucha de la humanidad ha sido limitar y controlar al poder a fin de evitar sus abusos, en el presente caso este límite no existe, con la agravante de que se están tomando decisiones que afectan a cientos e incluso miles de millones de personas. ¿Alguien cree, sinceramente que, ante un poder tan monstruoso, nadie pueda caer en la tentación de abusar del mismo, sobre todo con las posibilidades abismantes que hoy otorga la tecnología? ¿Podrán así las cosas dominar su propio dominio?

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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