El problema del poder (y II)

En nuestra última columna abordábamos el tema del poder y algunas de sus características: ser exclusivo, excluyente y expansivo y por lo mismo, estar centrado sólo en sí mismo, rebajando a todo lo demás a simples medios para consolidarse.

            Ahora quisiéramos tocar brevemente y como una de las consecuencias de lo anterior, el conocido dicho según el cual, “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Tema importante, pues permite comprender al menos en parte lo que ocurre en la cabeza de algunos poderosos, a fin de tenerlo muy en cuenta por nuestro propio bien.

            Veamos. Como seres dotados de libertad, estamos capacitados para emplearla de buena o de mala forma. Y por lo mismo, hay varias herramientas que vienen en nuestro auxilio para ayudarnos a actuar de manera correcta; entre otras, nuestras convicciones religiosas (si las hay), la conciencia (aunque se puede adormecer) y las consecuencias que podemos prever fruto de nuestras acciones (si bien muchas veces de manera errónea).

            De hecho, estos tres elementos han sido muchas veces los que han impedido que tomemos el mal camino. Por tanto, mientras contemos con más de ellos (religión, conciencia y consecuencias), si son más fuertes y se encuentran en armonía mutua, más eficaz debiera ser su labor. Y al contrario, la falta de uno o de todos ellos o su debilitamiento nos deja literalmente a la deriva, haciendo mucho más probable que optemos por el mal camino.

            El problema es que mientras más alto se esté en la escala del poder, más probable es que estos tres elementos se debiliten o incluso desaparezcan, precisamente por el efecto que sobre el sujeto genera saberse poseedor de este poder.

            Ahora, imaginémonos una situación en la cual se está tan alto, que ya no se tengan convicciones religiosas y que fruto de incurrir por el mal camino, la conciencia se haya adormecido tanto, que ya no sólo no remuerda, sino que incluso justifique esas acciones (“actúa como piensas, si no, terminarás pensando como actúas”). Sólo quedaría el auxilio de las consecuencias negativas que podrían sufrirse por un mal comportamiento.

            Sin embargo, si precisamente fruto de ese poder que se detenta, esas consecuencias no afectaran al sujeto, o si pudiera “destruirlas” a su antojo y no padecer sus resultados, ¿qué armas tiene para resistir la tentación de hacer el mal? Ello, porque más de alguna vez esta ha sido la última valla de contención que ha impedido obrar de forma indebida. Pero cuando se está más allá de esta posibilidad, cuando se tiene precisamente el poder de modificarlo todo a su antojo y “saltarse” estas consecuencias, ¿qué le impide hacer lo indebido?

            Y es este el gran problema: que si el sujeto sabe que no tendrá consecuencias negativas fruto de sus acciones o que podrá destruirlas, sólo le quedan, de acuerdo con lo señalado aquí, sus convicciones religiosas y su conciencia para evitar obrar el mal, las que seguramente este mismo poder se habrá encargado de dejar fuera de combate.

            Por tanto, mientras más poder se tenga, mientras más y más grandes y monstruosas cosas se puedan hacer, mayor peligro de perder el control, sobre todo si se llega a poseer un poder ilimitado. Al superarse los parámetros normales, al tener un poder sobrehumano, resulta casi inevitable que el sujeto sucumba ante él.

Imagínense lo que puede llegar a ocurrir si se tiene un poder global…

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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