El problema del poder

El tema del poder (entendido de manera muy simple como la capacidad de imponer a otros la propia voluntad, incluso por la fuerza) ha sido un problema para el ser humano desde sus orígenes y tal vez hoy, más importante que nunca.

            El poder puede ser concebido como un instrumento para lograr muchos fines, buenos o malos, siendo absolutamente necesario para los gobernantes, al darles la facultad de dictar normas y de imponerlas, pues sin él, nadie les haría caso y no podrían gobernar.

            Sin embargo, desde hace ya varios siglos y de manera creciente, el poder también ha sido concebido y utilizado como un fin en sí mismo: el poder por el poder. Esto no quiere decir que no se lo pueda emplear para otros objetivos (casi siempre malos, dada esta visión), pero su fin fundamental es obtener, acrecentar y consolidar ese poder. Y tal vez como nadie, los Estados han sido los principales representantes y aplicadores de esta perspectiva.

            Por lo mismo, se ha dicho que el poder así concebido tiene tres características: es exclusivo, excluyente y expansivo. “Exclusivo”, porque no tolera a otro poder igual a sí mismo: por su naturaleza está hecho para la soledad, para ser único. “Excluyente” (que viene a ser la otra cara de la exclusividad), pues hará todo lo posible por dejar fuera de combate a cualquier otro poder que represente un peligro para él y eventualmente, lo sustituya. Y “expansivo”, porque por su propia naturaleza tenderá a crecer, a adquirir más poder. O si se prefiere, no se detendrá por propia iniciativa, sino únicamente si se enfrenta con otro poder que no pueda vencer. Sus límites son, por tanto, fácticos.

            Resulta evidente además que desde esta perspectiva, el poder es completamente autorreferente: todo lo subordina y lo entiende desde y para sí mismo, pues nada que no sea su propio engrandecimiento puede atraer más su atención, salvo que sea un peligro que vencer para sobrevivir.

            Ahora bien, desde hace ya varios siglos se ha tratado por diversos medios de limitar al poder. En nuestro caso de occidentales, regulándolo mediante el Derecho (estableciendo de antemano qué se puede hacer, cuánto o en qué intensidad, quién, cómo y cuándo ejercerlo) y dividiéndolo en diferentes órganos (o lo que es lo mismo, evitando que se concentre en unas solas manos) para debilitarlo y que estas entidades se controlen entre sí.

            Sin embargo y de manera similar al agua, que busca siempre por dónde escurrir, el poder, expansivo de suyo, buscará otros derroteros que le permitan su ansiada hegemonía. Y lamentablemente hoy ha logrado superar en buena medida estas trabas, subiendo un peldaño, si así pudiera decirse; es decir, pasando desde los Derechos nacionales al Derecho Internacional. Ello, pues en este ámbito la ausencia de control es abismante, tanto porque las normas que lo regulan tienen muchas más dificultades que las nacionales para imponerse, como por la casi total falta de control respecto de la actuación de sus principales organismos. Con la agravante de que intenta presentarse como si el Derecho Internacional de verdad lo limitara. Y al igual que todo poder, el internacional busca crecer y lograr la hegemonía, como demuestra la cada vez mayor influencia que tiene sobre nuestros países.

            Y esto no es teoría de la conspiración, sino simple lógica: hoy estamos asistiendo a la creciente consolidación de un poder internacional al cual es cada vez más difícil resistir.

 

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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