El recuerdo del recuerdo

Muchos se extrañan hoy que las cosas “no funcionen como antes”, por decirlo de algún modo. Así, por poner sólo algunos ejemplos simples –y de menos a más–, hoy existe un notable decaimiento de los modales, del espíritu de sacrificio, del cumplimiento de los compromisos, del respeto a la autoridad, de la honestidad en los negocios, la confianza mutua, e incluso existen diferencias radicales en la actitud ante la vida y la familia. Todo esto es materia de amplia disputa, fruto de haber puesto en duda nuestra real posibilidad de descubrir el bien y el mal, lo que nos ha ido convirtiendo mutuamente en extraños.

Ahora bien, la gran pregunta es si la convivencia puede mantenerse si cada cual anda “a su aire”, como se dice, no sólo fruto de un notable y creciente aislamiento, sino incluso de un preocupante solipsismo, que hace que cada uno casi “invente” su propia realidad.

Así, ¿cuánto tiempo puede continuar su camino una sociedad que va perdiendo sus concepciones comunes? ¿Es posible mantener una mínima cohesión si cada uno se considera completamente libre a fin de hacer lo que desee, con la más amplia discrecionalidad para afectar a sus semejantes (si es que los considera como tales), pero exigiendo eso sí, un completo respeto por sus planes de vida?

Más aún: muchos dicen que cualquier orientación que el Estado o la autoridad  pretenda sugerir para la libertad humana, sería una especie de “perfeccionismo” o “paternalismo”, que al preferir un estilo de vida sobre otros, resultaría incompatible con la libertad y dignidad humanas. Lo cual incluso impediría a los padres inculcar valores a sus propios hijos.

También suele afirmarse que todas las opciones valdrían lo mismo. Lo cual parece curioso, porque no parecen equiparables, por ejemplo, el sujeto que voluntariamente se entrega a los excesos sin medida y termina siendo una carga para la sociedad (que debe financiar su convalecencia o incluso sus vicios), a aquel que por el contrario, se esfuerza por adquirir una mejor situación mediante el trabajo, o a quien se niega cosas para criar y educar a sus hijos. No es lógico ni justo no comparar y preferir estas últimas alternativas.

Es por eso que postular la imposibilidad de llegar a una verdad tiene unos costos que muchos parecen no haber calibrado adecuadamente. Si bien en un principio le permite al sujeto hacer lo que quiera (pues con estas premisas, nadie tiene razón en materia moral, con lo cual nadie puede criticar a nadie), atenta de manera fatal contra las bases mismas de la convivencia, aunque este proceso lleve tiempo.

Por eso, si las cosas se mantienen aún, es porque como señalaron hace años Etienne Gilson y Martin Kriele, estamos viviendo “el recuerdo del recuerdo”, esto es, la inercia (preponderantemente cristiana) que aún mantiene algunos cánones comunes de conducta. Mas, ¿qué pasará cuando esto se haya olvidado?

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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