El sentido común más elemental nos indica que cualquier cosa (piedras, árboles, animales o personas), por el sólo hecho de existir, posee un diseño o estructura que permite no sólo identificarlo como tal, sino también captar sus limitaciones y necesidades. Limitaciones, porque hay un cúmulo de eventos que ese ente no puede soportar o superar y significarían su destrucción (como quemar un árbol); y necesidades, porque para que se mantenga como tal, requiere de ciertas condiciones y, si además se trata de un ser vivo, de determinadas conductas.
El hombre no escapa a esta regla (sea uno creyente o no), máxime hoy, cuando muchos tienden a reducir la realidad a lo meramente físico. De hecho, no deja de ser paradójico que habiendo exacerbado actualmente nuestra corporeidad, no nos demos cuenta que por el sólo hecho de tener materia –nuestro cuerpo–, ella nos condiciona notablemente, pues necesitamos alimentarlo y protegerlo de un cúmulo de peligros. Y como además no somos autosuficientes, requerimos de nuestros semejantes (no de animales) para vivir y satisfacer nuestras necesidades.
Así las cosas, ¿cómo entender este tozudo empeño de muchos por saltarse todas las reglas, por no tener parámetros de conducta, por no considerar la realidad más preclara del ser humano a fin de guiar sus propias vidas o intentar establecer un sistema político? Ante esta completa cerrazón a la verdad más elemental (nuestra mortalidad, que nos necesitamos unos de otros, que somos sexuados, que las sociedades las conforman las sucesivas generaciones, etc.), ¿cómo se tiene la más mínima esperanza de tener éxito?
Algunos dicen que se debe esquivar la verdad para ser más libres en nuestro actuar. Y por el rumbo que van tomando los acontecimientos (por ejemplo, quienes pretenden que casi cualquier cosa pueda ser una “familia”, o aquellos que conciben la vida como un cúmulo de derechos y libertades que el Estado tiene que satisfacer nadie sabe bien cómo ni con qué recursos, al haberse evaporado los deberes), todo indica que su empeño por eludir esta verdad ha tenido notable éxito.
Pero por mucho que queramos, no podemos escapar a nuestra realidad, de lo que somos. Es por eso que como todo tiene una estructura o diseño, no tomarlo en cuenta no puede llevar a nada bueno. Es algo parecido a la Ley de Lavoisier (“nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”): no podemos prescindir de nuestra corporeidad, con todas sus limitaciones, aunque por cierto, no seamos sólo cuerpo.
Es por esta negación de lo evidente que el mundo actual parece haberse vuelto loco, estableciendo muchos derechos disparatados, sin fundamento en la realidad y sostenidos por una enorme arbitrariedad y ansias de poder, lo que a nada bueno puede conducir.
Ello, porque a fin de cuentas, no podemos escapar de nosotros mismos.
*Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
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