¿Estamos preparados?

En un mundo crecientemente consumista y que exige más y más derechos a fin de tener un mejor nivel de vida (lo que implica el uso de recursos), unido esto a su vez a la mutua interacción entre productores y consumidores que impulsa nuestra actual economía, hablar de moderar estas aspiraciones puede despertar más de algún enfado o resistencia. Sin embargo, es lo que parece contemplarse en el horizonte.

            En efecto, desde hace ya un buen tiempo, diversas organizaciones internacionales, iniciando por la ONU, están llamando a reducir nuestro nivel de consumo (y no poco, dicho sea de paso), en aras al bien planetario, todo lo cual pretende generar una notable transformación del modo de vida que hemos llevado hasta el momento.

            Lo anterior busca medirse, en esta ocasión, con la llamada “huella de carbono”, esto es, el costo que tendría para el planeta cada cosa que realizamos, expresado en la emisión de los llamados “gases de efecto invernadero”, que se mide en toneladas. De este modo, ya que para todo lo que hacemos cotidianamente (comer, desplazarse, trabajar, divertirse y un casi infinito etcétera) se ha necesitado de muchos productos, cuya fabricación ha requerido de insumos y energía (agua, combustible y recursos naturales de todo tipo), lo que a su vez genera estos gases, la idea es calcular cuánto se contamina con dichas actividades.

            De este modo, cada uno de nosotros sería responsable de la producción de “x” toneladas de gases de efecto invernadero al año, dependiendo de su comportamiento y del nivel de vida que lleve, siendo por ello, personalmente culpable del denominado “cambio climático”.

            Ahora bien, de ser cierto lo anterior (ya que existen muchas voces disidentes a este respecto, aunque casi no se les dé cobertura), al menos se presentan dos grandes problemas.

            El primero, es cómo se lograría que la humanidad entera baje efectivamente su “huella de carbono”, pues implica consumir menos, y, a decir verdad, bastante menos. Ello, porque al tenor del funcionamiento de nuestros actuales sistemas democráticos, resulta poco viable, políticamente hablando, triunfar si se ofrece una época de “vacas flacas”. Parece difícil que algún político se arriesgue a usar esta idea como bandera de lucha.

            La otra opción es que la autoridad la imponga por la fuerza. Lo cual plantea entre otras, estas sub-interrogantes: ¿Una autoridad estatal o mundial? ¿Con qué herramientas? ¿Con qué sanciones? ¿Con qué mecanismos de control para evitar abusos de su parte?

            El segundo problema es que esta medición es, por decir lo menos, difícil de entender, de calcular y de comprobar, pues implica cuantificar todos y cada uno de los pasos del proceso productivo de cada actividad que realizamos. De hecho, llevado al extremo, podría aplicarse incluso a lo que respiramos (pues todos producimos CO2), al punto que cabría preguntarse si la “huella de carbono” no seríamos en realidad, cada uno de nosotros. Ahora, ¿quién vigila o controla que dicha medición sea correcta? ¿Cómo garantizar que no se haga un mal uso de este dato? Esto último es particularmente grave, si se toma en cuenta que siempre hay sectores que hacen negocio con este asunto. Un gran negocio, a decir verdad.

            Por tanto, se reitera la pregunta: ¿estamos preparados para este cambio mayúsculo?

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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