La noche de este domingo fue particularmente difícil porque se juntaron muchos sentimientos.
Decirle obligadamente adiós a alguien nunca será fácil. La muerte cuando llega es así, como un chingadazo que solo duele y te recuerda que todo lo que vives, haces, dices o te callas simplemente pasan o se quedan y todavía no me queda claro cuánto de alguien, cuánto de ti se queda en los demás o muere con ellos y tú con ellos.
“El Maestro” fue eso todo el tiempo. Un Maestro que siempre tenía la mejor respuesta, una solución a casi todo, aún a las tristezas.
Hace más de una década que lo conocí, amén de las circunstancias de la cercanía o la distancia.
Gracias a él un día toqué dos nota en un acordeón y reí sorprendido… “Tú también puedes hacer música”, me dijo. Ese día le creí, sólo ese día… Muchos cumpleaños y fiestas me hizo cantar, hasta para sorpresa mía.
Quedó fascinado con ese Veracruz que le enseñé, ese donde crecí, ese a donde regreso por reservas para seguir siendo feliz. Ese que espero nunca se muera, aunque yo no esté.
De sonrisa franca, ideas sin medias tintas, inteligente, amigo, un día le dije que era como ese hermano mayor con el que sabía que contaba, aun ahora… Aún el viernes.
Creo que mis clases de piano «cada que nos viéramos» tendrán que esperar, aunque estoy seguro que las iba a aprender cómo aprendí a escucharlo, a seguirlo en sus largas charlas, siempre acompañado de una canción para el momento (y a veces un buen tequila).
Ayer mismo, en la tarde o en la noche iba a hablar del tema pero no me alcanzó, “las circunstancias” no lo permitieron. De hecho creo que fue peor de lo que pensaba. Pudo más la tristeza o la mezcla de emociones encontradas, que más bien parecía una mezcla de chingadazos, uno tras otro y solo quería dormir, así sin sueño y recordar lo mejor.
Sólo quería recordar que la vida, así como la tenemos, así como la conocimos un día, una noche no estará.
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