Frente a mi casa hay un frondoso árbol –quizá sea un maple- que me llama la atención porque va marcando perfectamente las estaciones del año. En marzo lucen sus abundantes hojas con un intenso verdor. Al inicio del otoño sus hojas se transforman en color amarillo y en invierno el árbol se observa desnudo, únicamente con sus ramas. Parecería como si se estuviera muriendo…pero no, al llegar la primavera de nuevo se vuelve a llenar de verdes hojas.
Este pequeño hecho me invita a reflexionar en los inevitables ciclos de la vida. No hay mayor alegría que visitar una maternidad o un kínder, cuando todo comienza en la existencia, y el bebé o el niño tienen la capacidad de sorprenderse de casi todo cuanto acontece a su alrededor.
Luego viene la adolescencia y la juventud con sus ilusiones, retos y desafíos que la hacen apasionante de vivir y convertir tantos sueños en realidad.
Finalmente llega el otoño de la vida. En el que la mayoría de las personas prefieren no pensar ni imaginar porque algunos dicen que se ponen pesimistas o se deprimen.
Un clásico de espiritualidad ha escrito a este respecto:
“¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día la hoja caída serás tú” (Camino, No. 736).
El mes de noviembre es la época del año en que tradicionalmente la Iglesia dedica a las benditas ánimas del Purgatorio e invita a los fieles a meditar en las llamadas “Postrimerías”, esto es, en el Cielo, en el Juicio particular y universal, en el Purgatorio y en el Infierno. En que todos (sin excepción), algún día, habremos de morir.
Hay personas que se ponen trágicas porque envejecen, se enferman o porque fallecen sus seres queridos. Todos estamos de acuerdo en que si esta vida no tuviera más horizonte que lo estrictamente terrenal sería repulsiva por ser caduca y extremadamente breve.
Pero para los que creemos en un Más Allá, la muerte es Vida. En palabras del Beato Juan Pablo II: el Cielo es la morada permanente en “casa de nuestro Padre-Dios”.
“No tengas miedo a la muerte. Acéptala desde ahora, generosamente…., cuando Dios quiera…, como Dios quiera…, donde Dios quiera. –No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga…, enviada por tu Padre-Dios -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (Camino, No. 739).
He sido testigo de dos posturas antagónicas ante la muerte. Los que, en su desesperación se resisten, con angustia, gritando: -¡No me quiero morir!
Hasta los que permanecen serenos, rezando y hasta con una sonrisa. Hace poco me contaba un amigo médico –buen católico- que iban a operar de cáncer a otro gran amigo suyo.
Mientras lo preparaban para la intervención quirúrgica lo observó calmado y alegre. Así que este médico se vio en la necesidad de aclararle:
-¿Te das cuenta de la gravedad de tu caso? ¿De qué puedes morir en la operación?
-Sí –le respondió. Me doy perfecta cuenta. En el caso de que salga adelante, le daré gracias a Dios por prestarme más tiempo de vida. Si fallezco, ¿no iré acaso con mi Dios, que me espera desde la eternidad?
Y añadía el enfermo que, aunque con sus innegables fallas, toda su vida había procurado ser un buen cristiano, un buen esposo y padre de familia. Que sentía en paz su alma para su encuentro con el Creador.
Me viene a la memoria una oración de alabanza a la Eucaristía, compuesta por Santo Tomás de Aquino, titulada “Te adoro con devoción”, en la que concluye: “Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu Rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu Gloria. Amén”.
Sabemos que para aquellos que aman al Señor y cumplen sus Mandamientos, esto es, con hechos y de verdad, la muerte no será sino un cambio de casa, pero esta vez hacia la Casa Eterna, donde reinará la Felicidad Permanente.
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