Actualmente vivimos en una sociedad bastante curiosa. Ello, pues pese a ser una “sociedad” (que como tal depende y se justifica por la interacción y colaboración mutua para satisfacer todo tipo de necesidades y de manera más profunda, para poder desplegarse como seres humanos), resulta cada vez más difícil interactuar entre nosotros mismos.
En efecto, en los últimos años se ha generado una hipersensibilidad que hace que prácticamente cualquier cosa que se diga o comente pueda ofender a alguien, sean personas o grupos, que por razones muchas veces difíciles de percibir y muy discutibles, se sienten pasados a llevar por prácticamente cualquier cosa. Y esto no puede menos que afectar las relaciones intersubjetivas esenciales para el despliegue de toda sociedad humana.
De este modo, todos nos encontramos rodeados de potenciales humillados y ofendidos por casi cualquier cosa que digamos o hagamos, y no solo, como sería admisible, cuando ha existido una consciente mala intención, sino incluso si se ha hecho de buena fe y hasta por casualidad. De esta manera, estamos viviendo en una especie de campo minado, en que cada vez es más difícil no dar un paso en falso.
El problema es que con esta hipersensibilidad resulta casi imposible el debate en cualquier área que se nos ocurra, pues hoy por hoy, el solo hecho de tener opiniones diferentes a las de otros es considerado muchas veces una ofensa, cuando no un acto de intolerancia, de discriminación y hasta un discurso de odio. Con la agravante de que esta hipersensibilidad va incrementándose con el correr del tiempo y ya resulta frecuente que se juzgue con criterios del presente acciones acaecidas hace mucho tiempo, no solo cuando no existía esta actual irritabilidad, sino incluso cuando resultaba imposible vaticinar nuestra presente situación.
De esta manera, muchos van autocensurándose, temiendo posibles consecuencias y represalias, actuales o futuras, prácticamente por cualquier cosa que se diga o se haga. Todo lo cual no puede ser más contrario y nefasto para la libertad de conciencia y de expresión, así como para una sociedad verdaderamente democrática.
Se va imponiendo así de manera silenciosa pero muy efectiva una verdad única, impulsada en buena medida por los medios de comunicación y protegida por el poder del Estado, contra la cual resulta cada vez más difícil oponerse, siempre en nombre de determinados “derechos humanos” de quienes se sienten humillados y ofendidos. De ahí que la protección del Estado a este respecto resulte esencial para haber llegado a nuestra situación actual, lo cual nos va acercando palmo a palmo a un régimen totalitario.
Por eso resultan tan curiosas y hasta cínicas nuestras actuales sociedades: porque al mismo tiempo que se enarbolan hasta la saciedad valores tales como la democracia, la tolerancia o la libertad, al mismo tiempo y de manera más o menos subrepticia se va mermando de manera creciente el campo de lo opinable e incluso para algunos, de lo que se puede legítimamente pensar. O si se prefiere, los nuevos derechos de los que se sienten humillados y ofendidos se superponen a otros derechos tan fundamentales para la democracia como la libertad de pensamiento, de expresión y de información.
¿Estaremos viviendo realmente en una verdadera democracia, dado el entorno cada vez más hostil que nos rodea?
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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