*Dr. Carlos Leite Poletti.
Con respecto a este tema. Los partidarios de su aprobación triunfantes incluso desde mucho antes de que el Parlamento, en Uruguay, respaldase su tan ansiado anhelo, suelen partir de una premisa falaz, a saber: quienes se oponen al llamado «matrimonio homosexual» son homófobos encarnizados.
Los opositores, se esfuerzan, en su mayoría, por desplazar el debate hacia un terreno puramente nominalista, aceptando que tales uniones se celebren, pero bajo nombres diversos que dejen a salvo la designación de “matrimonio” referida exclusivamente a la unión entre un hombre y una mujer, reduciéndose así la discusión a una búsqueda un tanto bizantina de sinónimos o alternativas con fines puramente políticos y demagógicos. Ausentes de claro compromiso de ninguna índole. No hay, o casi no hay, quien se sobreponga al tema muy delicado implícito en el debate; y, de este modo, se orilla el meollo de la cuestión, que no es otro que determinar la naturaleza jurídica de la institución matrimonial en sí misma, lo que conlleva, tener que definirse filosóficamente, y hasta religiosamente, lo cual a veces, es comprometedor políticamente. Algo nefasto.
Empecemos a “aclarar los tantos” como se dice en mi país, Uruguay, se puede combatir la homofobia, por ser contraria a la dignidad inherente a la persona, y estar en contra del llamado “matrimonio homosexual”. Por una sencilla razón: la institución matrimonial no atiende a las inclinaciones o preferencias sexuales de los contrayentes, sino a la no igualación de sexos, conditio sine qua non para la procreación y, por lo tanto, para la continuidad social. Alguien podría oponer aquí que la procreación no forma parte del contenido estricto de esta institución jurídica, que se trata de un adherencia de orden religioso. Entonces, ¿por qué las legislaciones civiles declaran sin excepción nulo el matrimonio contraído entre hermanos, o entre padre e hija, etc.? Pues si, en efecto, la procreación no estuviese indisolublemente unida a la institución matrimonial, bastaría que los hermanos contrayentes declarasen ante el juez que la comunidad de vida que se disponen a iniciar la excluye, para salvar el obstáculo de la consanguinidad.
Las instituciones jurídicas no poseen otro fin que reforzar a las sociedades humanas. Naturalmente, pueden ser reformadas y sometidas a actualización; pero cuando se destruye su naturaleza el Derecho se resiente y, con él, la sociedad en la que uno tiene la dicha, o la desdicha e vivir.
Lo dicho sobre el matrimonio sirve también para la adopción. La filiación de un niño se funda sobre vínculos naturales que presuponen a un hombre y a una mujer; la adopción es una institución jurídica que trata de restablecer dichos vínculos. El niño no es un bien que pueda perseguirse por capricho una pareja, sea esta homosexual o heterosexual, sino un ser humano nacido de la unión de dos sexos. Esto ocurría, al menos, mientras el Derecho no estaba incurso en el carnaval electoral; pero ahora la naturaleza de las instituciones jurídicas la dictamina un puñado de políticos desleales sedientos de votos, por supuesto que hay excepciones, tampoco pienso que todo es así.
*Dr. en Derecho Uruguayo y católico
Asesor en Bioética de la Universidad de Montevideo
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