El proyecto de ley que crea el Administrador Provisional y el Administrador de Cierre de Instituciones de Educación Superior (Boletín 9333–04), más conocidos como “interventores”, requiere, en razón de su trascendencia, de un debate mucho más profundo y largo de lo que permite la “suma urgencia” que le ha asignado el gobierno.
Parece claro que una regulación que establezca mecanismos para ayudar a instituciones en crisis, o incluso para tramitar su cierre y que perjudique lo menos posible a los estudiantes, es necesaria, siempre que esto no permita “crear” dichas crisis ni en el fondo, expropiar instituciones de educación superior, terminando así con la libertad de enseñanza. Y si bien se han formulado algunas indicaciones al proyecto original, aún existen muchos aspectos delicados.
Uno que merece mucha atención apunta a las facultades que tendría este “interventor”. Es por eso que se ha tendido a limitarlas. Así, originalmente podía revisar con amplísimos poderes –e incluso revocar–, todos los contratos realizados por la institución hasta dos años antes de su nombramiento, lo cual claramente afectaba al derecho de propiedad, siendo por ello, inconstitucional. Ahora, sólo podría impugnar los contratos realizados de mala fe y con entidades relacionadas a la institución, y además –como debe ser–, con intervención de los tribunales.
Un segundo aspecto importante es que se han dado más facultades al Consejo Nacional de Educación, elevándose los requisitos para la toma de decisiones, a fin que el Ministerio respectivo no actúe prácticamente solo, con todos los peligros de abuso que esto conlleva. Sin embargo, estas instituciones vienen a ser, en el fondo, jueces y partes, al punto que no es posible –como en otras situaciones en que interviene algún órgano de la administración del estado– recurrir a la Corte de Apelaciones respectiva para impugnar su decisión –salvo mediante un recurso de protección–, lo que resulta inaceptable.
Pero además, si se analiza el espíritu del proyecto, se aprecia claramente que la intención de sus promotores apunta más a regularizar la situación económica de la institución intervenida, que a velar por la real calidad de los servicios que presta; es decir, el “interventor” posee mayor semejanza a un gerente, o en su caso, a un síndico de quiebras, que a una autoridad que tenga como primera prioridad –como tanto se ha dicho–, velar porque los estudiantes reciban una educación de calidad. Sin duda alguna, este es un aspecto fundamental que requiere mejorarse.
Es de esperar, pues, que se produzca un profundo debate, para que este tan importante proyecto de ley no devengue en totalitario.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián
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