En un reciente fallo, la Corte Suprema de Kansas, Estados Unidos, declaró que existe el “derecho natural” de la mujer a abortar, en razón de su libertad, establecida de manera bastante genérica en el preámbulo de su constitución federal. De esta forma, pretende que ningún interés ajeno a dicha libertad pueda poner en jaque esta decisión de la madre.
Ahora bien, al margen del consabido problema de estar acabando con otro ser humano inocente, a quien se le está quitando arbitrariamente su calidad de persona, pero que posee igual dignidad que la madre (o incluso más, al tratarse de un ser indefenso que merece mayor protección), la sentencia de este máximo tribunal federal es un botón de muestra más, del creciente y en buena medida incontrolado poder que están adquiriendo los jueces en muchos países, quienes mediante la “interpretación” de los textos que supuestamente los limitan, terminan imponiendo su propia voluntad.
En efecto, tanto a nivel nacional como internacional, el activismo judicial está haciendo que uno se pregunte, sinceramente, de qué sirve tener leyes, constituciones o tratados, si llegado el momento de aclarar su sentido y aplicarlos, el intérprete se convierte en un auténtico demiurgo de los mismos, que los puede trastocar completamente.
De nada sirve la a veces meridiana claridad del texto a analizar; a tanto llega el poder de este verdadero creador de derechos. Es cosa de recordar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establece en su art. 4.1 que el derecho a la vida se protege desde la concepción y que persona es todo ser humano (art. 1.2). Pese a ello, la Corte Interamericana determinó que el no nacido no es una persona (casos Artavia Murillo vs. Costa Rica, de 2012, y Gómez Murillo vs. Costa Rica, de 2016).
En por eso que la situación anterior podría compararse con aquel estudioso que, al analizar una partitura, la modifica, introduciendo nuevas notas musicales. De esta manera, no existe ninguna claridad ni previsibilidad sobre cuál podría ser el producto final que saldrá de su inspiración.
Pero más allá de metáforas, lo peligroso de una situación semejante es que si los jueces tienen casi total libertad para modificar como les plazca el texto que interpretan, la pregunta hecha más arriba vuelve a inquietarnos: ¿para qué tenemos entonces leyes, constituciones y tratados? Ello, porque se supone que la escrituración de las normas jurídicas, hace ya milenios, significó un gran avance, precisamente, para evitar las arbitrariedades que se cometían en su aplicación, cuando ellas eran solo transmitidas por la costumbre. El paso desde la tradición oral a la escrituración, tenía precisamente el objetivo de dejar claro lo establecido por estas normas, darles fijeza, publicidad y terminar con estos abusos.
Mas, si de manera creciente todo o casi todo depende del intérprete, de nada vale tener estas normas escritas, pues los juegos con la semántica han llegado ya a límites intolerables.
Sin embargo, de manera más profunda, si todo o casi todo queda en las manos del juez, ¿de qué vale la labor de los órganos que emiten estas normas, los más importantes de los cuales han surgido del voto popular? La democracia misma queda en entredicho, al punto que tal vez sería mejor hablar del gobierno de los jueces, o incluso de “jurisdocracia”.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del DerechoUniversidad San Sebastián
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