La brevedad de la vida y diversas posturas frente a esta realidad

A propósito de este mes dedicado a los difuntos, es un hecho que la vida se nos va como agua entre las manos. Quizá con el paso de las décadas parecería que el tiempo se va acortando. Y las semanas se pasan casi sin sentirlas, al igual los meses. Hacia el otoño de nuestra existencia, nos guiamos por las estaciones del año. Pensamos: “Ya llegó la primavera y hace algo de calor”. Luego, consideramos: “Estamos en tiempo de lluvias”. Muy pronto aparece el clima frío y nos abrigamos más. Y de pronto, casi de modo sorpresivo, se dejan venir las fiestas de fin de año. Con asombro decimos: “¡Se fue un año más y ni lo sentí!”

Mientras trabajamos y nos concentramos en infinidad de quehaceres, el tiempo parece que acelera su paso, porque se nos va sigilosamente, sin dejar huella ni rastro. Salvo en nuestros organismos que se van desgastando con el ese paso de los años y aparecen enfermedades y achaques propios de la edad.

“El tiempo es implacable (…) desfigura los rostros”, como describía con acento trágico el poeta Octavio Paz. También el poeta nicaragüense, Rubén Darío, escribía con nostalgia y dramatismo: “Juventud, divino tesoro, / ¡ya te vas para no volver! / Cuando quiero llorar, no lloro / y a veces lloro sin querer.”

Muchas veces sucede que se piensa, de forma equivocada, que se poseerá por siempre una residencia estable en la tierra. Hay personas que se afanan en obtener el mayor número de bienes materiales. Y si tienen bastantes, no se conforman con lo obtenido, sino que quieren muchos más.

Pero mientras viven, no faltan quienes se niegan a reflexionar que habrá un final de esta existencia y se acabará. Y mucho menos consideran sobre lo que habrá después de ella. Les parece de mal gusto hablar sobre ese tema, o bien, se considera un pensamiento sin sentido, que es equivalente a perder el tiempo. Porque lo importante es vivir el “hoy y ahora”, como me decía un amigo español “¡Vivir a tope!”, con toda intensidad; gozando al máximo cada segundo de la vida. Son aquéllos que tienen una visión hedonista de la existencia, concebida como un mero conjunto de placeres. Y huyen de todo dolor o malestar o asuntos desagradables.

Por otra parte, hay quienes consideran que es mejor dedicarse a tiempo completo a realizar negocios, ganar bastante dinero y, en las reuniones con los amigos, conversar sobre cuáles han resultado ser buenos negocios y cuáles no. De día y de noche, su mente gira en torno a esa finalidad. Olvidan por completo que tienen deberes familiares como esposos y como padres; como ciudadanos o trabajar por el bien común. Eso no entra dentro de sus utilitaristas y pragmáticos esquemas.

Me recuerda a uno de los personajes de “El Principito”, la obra maestra de Antoine de Saint-Exupéry, que no deja de contar millones de estrellas. Se molesta porque “El Principito” lo interrumpe y, de momento, olvida el número de estrellas que llevaba contadas. “¿Para qué cuentas tanto? ¿Las estrellas son tuyas?”-le pregunta “El Principito”. La única respuesta que obtiene es: “¡Vete ya, no me interrumpas más!”. Sin duda, es una crítica hacia esos personajes que dicen ser “muy serios” y sólo se ocupan de negocios y no saben gozar sanamente de la vida.

No con capaces de contemplar un bello amanecer, ni un agradable paisaje, ni la sonrisa de un niño, o de un sereno lago con hermosos cisnes. Transitan como por un largo y oscuro túnel, centrados en sí mismos y en sus propios intereses, hasta que les sorprende la muerte: un infarto, un aneurisma cerebral, un paro respiratorio.  Jamás voltearon para considerar la belleza de una noche cubierta de estrellas o un magnífico atardecer en el océano infinito, o sin reflexionar sobre Quién creó todas esas maravillas. Sus vidas quedaron truncadas de manera súbita y sorpresiva. Nunca reflexionaron sobre el sentido trascendente de la existencia humana. Como canta el poeta Bob Dylan: “Cuántas veces debe / un hombre alzar su vista / antes de que pueda / mirar el Cielo / (“La Respuesta está en el Viento”).

Como me decía un médico que cumplió setenta y cinco años y angustiado comentaba: “Se me ha ido la existencia. Tengo cáncer de pulmón con el diagnóstico de que me queda muy poco tiempo de vida. Que, por cierto, fue bastante desastrosa. Con cuatro divorcios y un montón de hijos regados. Siento mucha culpabilidad. Me encuentro con las manos vacías, sin buenas obras. A veces quisiera volver a tener catorce años para volver a empezar y no cometer tantas torpezas como lo hice, pero me doy cuenta que eso es un imposible. Me urge hacer un examen general de mi vida y pensar en qué bien puedo hacer por los demás antes de partir de este mundo”.

Como sabiamente escribía el inmortal escritor ruso Fiódor Dostoyevski: “El secreto de la existencia humana está no sólo en vivir, sino también en saber para qué se vive””. De ahí la importancia en realizar muchas buenas obras en servicio de los demás, de tener una vida útil y provechosa gastada en ayudar a quienes más lo necesitan, de darle un sentido a nuestro trabajo profesional que redunde en beneficio de la familia y de la sociedad, de interesarse por el bien de la comunidad y dejar una honda huella de bien en nuestro paso por la tierra.

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