LA CASA GRANDE DE LOS ABUELOS

Raúl Espinoza Aguilera 

El próximo domingo 28 de agosto se conmemora “EL DÏA DE LOS ABUELOS”: Esa celebración me trae a la memoria gratos recuerdos porque de mis abuelos aprendí numerosas cosas.

La casa grande de mis abuelos -que en mi infancia así me parecía, luego cuando crecí me di cuenta que era más pequeña- no era tanto por sus dimensiones, sino porque era el punto de encuentro de mis once tíos y decenas de primos. Algunos simplemente pasaban para saludarlos y tomar una buena taza de café de Coatepec. Y de la casa salían a realizar sus actividades cotidianas.

Mis abuelos me dedicaban tiempo y eran buenos conversadores. Me formaron en muchos aspectos, me corrigieron, me ayudaron y, sobre todo, me transmitieron experiencias. Recuerdo que la casa de mis abuelos tenía un jardín en la entrada y luego un porche con poltronas. Al entrar se encontraba una sala amplia y cómodos sillones. A mano derecha estaba la oficina de mi abuelo. Y en la parte izquierda se tenía el comedor para los festejos importantes. Había algunas habitaciones, tanto en la planta baja como en la planta alta, porque fueron once hermanos. Claro está que en algunas se colocaron dos camas. 

En la cocina había un comedor pequeño que era el de todos los días. El jardín de atrás era enorme: tenía una huerta, un almacén para guardar costales con diversas semillas. De igual forma, tenía una zona para arreglar tractores ya que mi abuelo era agricultor. Y, sobre todo, muchos perros que eran la fascinación de mi abuela. Dentro de la casa había un pequeño perrito “pequinés”, el favorito de la abuela, que le llamaba “Fifiro”. Que era amigable y un buen compañero de todos en la casa. Ese cariño de mi abuela por los animales se traducía también en unas grandes jaulas, junto a la sala, con muchos pajarillos de diferentes lugares del país. 

Sobre todo, amaba profundamente la vida humana. Se sabía de memoria los nombres de todos sus numerosos nietos y bisnietos. Había una pequeña sillita color crema, a la que le tenía especial cariño. Me comentaba con nostalgia: “Aquí se sentaron y jugaron todos tus tíos cuando eran niños, luego vinieron ustedes, mis nietos y mis bisnietos. Ahora, no sabes con qué ilusión espero que llegue ¡mi primer tataranieto! Eso lo decía cuando ya pasaba de los 90 años. Siempre me admiró su espíritu de laboriosidad, aunque le ayudaba una cocinera. No paraba de trabajar preparando los alimentos, poniendo la mesa, solicitando que la empleada del hogar le trajera una serie de productos del mercado, atendiendo a las visitas, etc. y todo con una sonrisa amable llena de serenidad y buen humor.

Por su parte mi abuelo fue ganadero, agricultor y granjero. Se levantaba a las cinco de la mañana y tomaba dos tazas de café bien cargado para no deshidratarse con los fuertes calores que suele hacer en Sonora, donde vivíamos. Uno de mis tíos le ayudaba en estas faenas. Mi abuelo era un hombre de carácter firme y bien determinado. Tenía una voz gruesa y potente que se oía por toda la casa. Un día recuerdo que llegó indignado por las ocho columnas de un periódico vespertino que decía: “Anciano de 60 años arrollado en la vía pública porque le fallaron los reflejos”. “No estoy para nada de acuerdo -nos decía molesto- con este titular ¡porque yo paso de los sesenta y me siento con mucho vigor físico, salud, con la mente ágil y clara!” Y era verdad.

A mí me dedicaba mucho tiempo porque me encantaba escuchar sus relatos de su vida pasada. Por ejemplo, le tocó todo el ambiente inmediatamente previo a la Revolución. Le llamaron mucho la atención las ideas francamente novedosas en los discursos de Francisco I. Madero, de Venustiano Carranza, de Adolfo de la Huerta, de Álvaro Obregón y de muchos otros generales que hablaron en la plaza central de la población y se percató que los tiempos estaban cambiando y que el gobierno del General Porfirio Díaz tenía los días contados.

También me relató cómo se inició en la agricultura y que fue Presidente Municipal en Navojoa, Sonora. Algunos años antes, compró un rancho que se llama “Capetamaya” y en el que se sembraban algunas tierras, tenía vacas y ganado. De igual forma, tenía terrenos agrícolas en Villa Juárez. También puso una granja en un poblado llamado “El Quiriego”. A sus casi 70 años, en su pick up”, diariamente continuaba atendiendo todos esos negocios.

Fue un hombre visionario y audaz. Cuando lo visitó Don Manuel Espinosa Iglesias para comenzar “Bancomer” en el Estado. Mi abuelo le reunió a un selecto grupo agricultores, empresarios y ganaderos para que aportaran dinero y arrancar la primera sucursal de “Bancomer” en Navojoa y en otras partes de la Entidad. En efecto, ese plan arrancó con éxito y Don Manuel quedó muy agradecido con mi abuelo.

Pero todo esto me lo detallaba en sus relatos -tan agradables y amenos- con la finalidad de que aprendiera la forma de iniciar negocios y, pasados los años, para que fuera también un buen emprendedor. Y reflexionaba: “Mi abuelo me está transmitiendo sus experiencias de vida. Es como si fuera ‘mi otro yo’ que ya recorrió el camino de su existencia”.  Y concluía: “Debo de tratar de aprovechar al máximo todas esas memorias suyas que son tan valiosas”.

Sin duda, cada uno de los lectores podría contar su propia experiencia con sus abuelos y comprobaremos la gran ayuda que supusieron en nuestras vidas. En mi caso, pienso que mis abuelos -junto con de mis padres- me formaron en numerosas virtudes y valores y me dejaron un legado espiritual imborrable. 

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