“Para que el amor fraterno sea realmente verdadero, debe ser tal que el bien de uno sea para el bien de todos y el mal de uno lo sientan todos”. San Juan Bosco
Nuestra Madre Iglesia nos enseña que corregir al que yerra es parte del deber cristiano, ineludible a lo largo de la vida. Pero olvidamos –a veces deliberadamente- que para llevar a cabo la corrección fraterna se ha de buscar el bien ajeno, tener recta intención y humildad. Hacerle ver cómo es que su yerro le lastima y aparta de Dios, buscando siempre su bien espiritual y temporal. Y este deber es expresión del amor efectivo –más no afectivo- que le debemos al prójimo, en el que hemos de auxiliarle en sus necesidades corporales y tanto más en las espirituales. La prudencia, la paciencia y la mesura con primordiales.
En este orden, la recta intención desaparece cuando buscamos herirle en lugar de corregir, sea porque no nos escucha y se obstina o porque nos sentimos en una orgullosa superioridad moral, haciendo incluso comidilla –en solitario o en grupo, en privado o en público- a expensas suyas. Un proceder erróneo por cuanto causa el efecto contrario al que se busca, alejándolo del proceder que era mejor para su bienestar corporal y espiritual. ¿Cuántas veces no habremos cometido el error de corregir con acritud, sarcasmo o ira? En el celo por el bienestar ajeno podemos fácilmente herir innecesariamente a los demás, aun teniendo buenas intenciones.
Es cierto que, el hecho de que la persona vuelva al camino no depende de aquel que hace la corrección fraterna, sino que depende ante todo y particularmente de quien es corregido. Desde luego entran en escena varios aspectos que pueden complicar su retorno tales como el sufrimiento padecido, las heridas infligidas por otros, el rechazo por parte de quienes debiendo abrazarle, le abandonan a su suerte, las personas que le rodean, los consejos que recibe y de quién los recibe, la forma en que se le corrige, el grado de discernimiento, pero especialmente la disposición y elección de la persona en cuestión.
A este respecto, cuanto más nos distanciamos de Dios y de la fe católica, nuestros estándares se vuelven sumamente bajos y endebles, nos volvemos estultos para la mayor parte de las cosas: elegimos mal desde la música, los libros que leemos, las conversaciones que sostenemos, las películas que vemos, los amigos en quienes confiamos, etcétera. Siempre es bueno recordar que en el sentido moral y cristiano, las amistades nos pueden subir o bajar. Y cuánto más tardamos en elegir lo que es correcto, más experimentaremos un endurecimiento del corazón y rechazaremos a aquellos que nos salgan al paso.
Por otro lado, debemos tener presente que, cuando alguien nos corrige conforme a la caridad cristiana, lo que está haciendo es buscar nuestro bien, amarnos –o tratar de amarnos- como Dios lo espera. Quienes aplauden como fans nuestros yerros –que creemos aciertos- son quienes nos hacen más daño, por cuanto miran nuestro alejamiento de Dios sin inmutarse siquiera, sin preocuparse por el estado de nuestra alma. Y la regla es tan simple como contundente: si algo o alguien nos aleja de Dios, no puede ser bueno, no importa cuánto bien emocional o material signifique en nuestra vida.
En suma, la corrección fraterna nos permite decir la verdad sin exhibir, sin herir y sin maltratar al que ha errado. Sólo así podremos estar seguros de actuar con caridad cristiana. La corrección fraterna nos permite saber quién –aún con sus múltiples defectos- nos quiere verdaderamente. Así que deberíamos evaluarnos y responder con franqueza: ¿Cuántos de nosotros realmente sentimos los yerros ajenos como una herida propia y acudimos en su ayuda para restaurarles? ¿Cuántos rechazamos una corrección fraterna por necia obstinación? Podemos estar seguros de que Dios no nos abandonará jamás y pondrá los medios para regresar a Él, pero nosotros elegimos.
En la corrección fraterna, ambas partes sufrirán quizá, dolorosas asperezas por las formas en qué se abordan, en la intención y disposición; pero no deberán olvidar que se hallan en el combate por la salvación de las almas. Cierto es que la amistad es uno de los mayores bienes, siempre que ella esté ordenada a Dios, Él nos pone a cada uno frente a la vida de otros para impactarles de algún modo; hemos de trabajar para querer a los demás como Él lo espera, abonando a su causa. Recordemos que al final, no podremos esquivarle cuando nos pregunte por el prójimo, ¿y qué le vamos a responder?: “No lo sé ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”
Sea cual sea el momento y el lado en el que se hallé usted ahora, deseo que libre la mejor de sus batallas, Dios le espera, no desea la salvación de unos cuantos, sino la de todos en conjunto…
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