Ha puesto nuevamente de moda la cantante inglesa Adele, una antigua canción del compositor de folk y leyenda del rock, Bob Dylan, titulada: “Deja que sientas mi amor”. Reconozco que ya la había escuchado anteriormente, pero no había puesto atención a su letra.
En este mundo, cuando un hombre y una mujer se aman, en las Bellas Artes se permite exagerar, dramatizar, generalizar, incluso de un modo irreal, para manifestar los sentimientos y anhelos más profundos. Así sucede en esta melodía, cuya letra dice: “Cuando la lluvia cae sobre tu cara/ y el mundo entero está en tu maleta,/ puedo ofrecerte un cálido abrazo/ para hacerte sentir mi amor. /Cuando las sombras del atardecer y las estrellas aparecen/ y no hay nadie para secar tus lágrimas/podría abrazarte durante un millón de años,/para hacerte sentir mi amor. /Sé que todavía no has tomado una decisión/ pero yo nunca te haría daño. /Lo supe desde el momento en que nos conocimos,/en mi mente no hay duda a dónde perteneces. / Pasaría hambres e iría de luto y deprimido,/vagaría por la avenida./ No, no hay nada que no pueda hacer/para hacerte sentir mi amor./Las tormentas se desatan en el mar enfurecido/ y por la autopista del arrepentimiento./Los vientos de cambio soplan salvajes y libres, / pero todavía no has conocido a nadie como yo./ Podría hacerte feliz y convertir tus sueños en realidad./ No hay nada en este mundo que no haría por tu amor/ iría hasta el confín de la tierra por ti/para hacerte sentir mi amor”.
Cuando terminé de escuchar esta melodía, reflexioné: ¿Qué enamorado cumpliría al pie de la letra todo lo que en ella se promete? Únicamente Dios que todo lo puede -me respondí.
A propósito de esta Cuaresma consideraba que el Señor es quien más nos quiere y buscó nuestro amor, incluso antes de que naciéramos. Vino a la tierra pobre, ejerció un oficio humilde, sufrió incomprensiones, malos tratos y se adelantó, mediante su tremendo sacrificio en la Cruz, para entregarnos todo su amor a través del dolor y reconciliarnos con nuestro Padre-Dios. Después del pecado de Adán y Eva, ¡nos abrió de nuevo y para siempre las Puertas del Cielo!.
Jesucristo quiere nuestra felicidad en esta tierra y en la Otra Vida. No estaba en sus planes que sufriéramos, que nos enfermáramos ni menos que muriéramos. Pero el pecado original causó esos males en el género humano.
Sin embargo, Dios no deja de mirarnos con el amor cariñoso de un Padre que nos busca una y otra vez, particularmente si nos hemos apartado de su camino. Es el primero que sufre, si nos acontece una desgracia y nos consuela, si lloramos.
Tenemos bien experimentado que esta vida es un claroscuro; hay luces y sombras; momentos de una enorme alegría y días de tremendo dolor o fuertes contradicciones. Pero no nos deja ni nos abandona.
Él está siempre cerca de nosotros y nos deja en libertad para que acudamos a su ayuda. De un modo discreto, Cristo siempre pasa muy cerca de nosotros. Podemos dejarle ir por nuestro atolondramiento, o bien, suplicarle como aquellos discípulos en el camino de Emaús: “¡Quédate con nosotros!”
Una de las escenas más conmovedoras de los Santos Evangelios es el pasaje del Hijo Pródigo. Aquel hijo que recibió la herencia que le tocaba y en vez de invertirla bien y hacerla fructificar, perdió la cabeza dilapidando todo el dinero en borracheras y parrandas.
Llegó el día en que no tenía absolutamente nada. Comenzó a pasar hambre y a carecer de lo más elemental. Hasta que se acordó que todavía tenía un padre que podría perdonarlo. Y tímidamente acude a su antigua casa. Y por medio de un sirviente, le manda un recado sobre su presencia en los linderos de la amplia casa rodeada de terrenos agrícolas. ¿Cuál fue la inmediata reacción de su padre? ¿Disgustarse? ¿Correrlo de mala manera? Todo lo contrario, el texto evangélico es conmovedor porque nos dice que en cuanto aquel padre lo divisó a lo lejos, corrió hacia él, le dio un fuerte abrazo y lo cubrió de besos.
Pidió que lo llevaran a aseare, mandó que le pusieran una elegante túnica y unas confortables sandalias y ordenó preparar un banquete y una gran fiesta porque –como le dijo a su otro hijo que no estaba de acuerdo con ese recibimiento: “Este hermano tuyo estaba perdido y lo hemos recuperado”.
En el rodar de la vida y de los años, alguien podría decir desanimado: “He ofendido mucho a Dios y en temas graves. Dudo que tenga perdón” o “Tengo varias décadas sin confesarme”. ¡Nunca es tarde y no importa la gravedad de los pecados! Porque, mientras vivamos, tenemos a nuestro alcance la infinita misericordia de Dios a través del Sacramento de la Reconciliación, la oportunidad de corregir el sendero y así rectificar nuestras vidas. Tenemos una ocasión de oro en este Año de la Fe.
Otras veces, puede suceder que Dios permita que nos sobrevengan malestares, enfermedades crónicas e irreversibles, pérdida de seres queridos de modo imprevisto, considerables descalabros económicos y nos encontremos sin nadie que nos consuele.
Jesús está siempre a nuestro lado -cualquiera que sea nuestra situación-, para brindarnos su amor, para secarnos las lágrimas y darnos su inmenso cariño y ternura.
¿De qué depende? De que le tengamos entera confianza y le pidamos humildemente su ayuda, su consejo, su orientación y su fortaleza para enderezar con determinación nuestro camino y dirigirnos siempre hacia Él.
Tengo un amigo que ante las adversidades suele repetir esta oración: “Adelante, pase lo que pase, que Cristo guía mi camino”. En efecto, sólo Él puede hacernos plenamente felices en esta vida y en la Eterna y convertir nuestros sueños en realidad.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.