Según hemos dicho muchas veces, los ataques contra la familia y la natalidad en buena parte del mundo han sido tan implacables y efectivos, que como no podía ser de otra manera, los efectos de tan demencial política no cesan de sorprendernos continuamente.
En realidad, seguir sosteniendo la trasnochada teoría maltusiana de la sobrepoblación, sólo puede deberse a una auténtica esclavitud ideológica de sus promotores, que los incapacita para ver la realidad. El actual y galopante envejecimiento de la población está afectando a buena parte del Globo, y no sólo Europa, sino que ahora grandes zonas de Asia (Japón, China, Rusia) se suman al desfile de sociedades que se van despoblando de jóvenes. A lo anterior se añade un brusco descenso de la natalidad en casi todas partes, incluidos América y el mundo islámico.
El problema es que las sociedades no comienzan ni acaban con las generaciones que actualmente viven, sino que como una cadena, requieren no sólo de una sucesión intergeneracional, sino además, de una buena dosis de solidaridad entre ellas para que su historia continúe. Mas, si los ideales de vida que hoy se propugnan apuntan a encerrarse en sí mismo, a disfrutar y a olvidarse de los demás, incluso estando dispuestos a destruir a otros si fuese necesario, parece imposible que esta mecánica funcione.
Es como si de repente, buena parte de la humanidad hubiera enloquecido, perdiendo la capacidad de percibir lo fundamental para su propia existencia, quedando atrapada por un espejismo de supuesta felicidad egocéntrica tan atrayente como peligroso.
Por eso, no debemos extrañarnos que fruto de haber edificado nuestras actuales sociedades sobre criterios tan individualistas, exista un menosprecio cada vez mayor por la vida, sobre todo de los más débiles, y una verdadera obsesión por el confort y la productividad. Todo lo cual hace evidente que las decisiones que tomen los diferentes gobiernos irán a la par con este cambio de perspectiva.
De ahí que más tarde o más temprano –y espero estar equivocado–, en estas sociedades, todas aquellas personas que por alguna circunstancia resulten demasiado onerosas de mantener o no sean productivas, tenderán a ser eliminadas, incluso contra su voluntad, para mantener a flote los intereses económicos y el confort de algunos.
Así, la eutanasia impuesta, y no sólo cuando el sujeto la solicite, se yergue, amenazadoramente, como el otro gran atentado contra la vida en muchas de las sociedades del siglo XXI; algo así como un reflejo de la furiosa embestida de los últimos cincuenta años contra los no nacidos.
De hecho, es muy probable que muchos de los que han defendido el aborto como un “derecho” a brazo partido, terminen cayendo en las garras de una eutanasia tan totalitaria e inhumana como el crimen que ellos mismos propiciaron. ¡Ironías de la vida!
*Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián – Chile
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