A propósito de la reciente conmemoración de “El Día de los Abuelos”, el pasado 28 de agosto, recordé que tuve la fortuna de recibir una estrecha formación por parte de mis abuelos maternos (los paternos ya habían fallecido en años anteriores). Mi abuelo, Don Alejo, era agricultor, tenía un rancho y había incursionado en la banca. Fue Presidente municipal de Navojoa, Sonora. Tuvo una infancia llena de privaciones por haberse quedado huérfano a temprana edad.
Mi abuela, Doña Rosita, también sonorense, procreó once hijos, tenía un carácter dulce y apacible, y a la vez, era sumamente laboriosa y aprovechaba el tiempo al máximo para atender a la numerosa familia y los múltiples quehaceres en la vieja casona, con la ayuda de mis ocho jóvenes tías. Le entretenía cultivar una pequeña huerta en el jardín y le divertía mucho tener animalitos domésticos: perros, gatos, muy variados pajaritos con sus jaulas, y a los nietos nos enseñó a quererlos y cuidarlos.
La principal virtud que recuerdo de ella era su prudencia, su serenidad y su paciencia. Sin dejar de poner en juego la fortaleza y el saber inculcar con determinación criterios claros, cuando era necesario aplicarlos en la formación de los hijos y sus numerosos nietos.
Algo que he agradecido siempre de mi abuelo era su capacidad de escuchar, con calma y sin prisas, y de dar consejos acertados. Como se había abierto camino en la vida cuesta arriba y todo lo que poseía le había costado mucho obtenerlo, me enseñaba a valorar las cosas materiales; lo que costaba ganar el dinero y me insistía en que debía de estar agradecido con mis padres por su esfuerzo en poder brindarme esos medios.
Don Alejo era un gran conversador. Solía sentarse en el sillón central de la casa. A mis primos y a mí, nos contaba animadamente y con bastante detalle sus relatos sobre los hechos que le habían tocado vivir muy de cerca sobre el desarrollo de la Revolución Mexicana en los estados de Sonora y Sinaloa.
Rememoraba aquel célebre lema de: “Sufragio Efectivo y No Reelección”, dirigido contra el gobierno del entonces Presidente de México, el General Porfirio Díaz, quien injustamente se había perpetuado en el poder, mediante una dictadura, y de los numerosos clubes políticos opositores que surgieron y rápidamente se organizaron en todo el país. Nos comentaba que escuchó de viva voz los discursos de Don Francisco I. Madero y de su hermano Gustavo, de Don Venustiano Carranza y de muchas célebres personalidades más, y nos describía el fuerte impacto social que causaron en la comunidad.
Todo ello me parecía una clase de Historia de México narrada por un testigo ocular de los hechos, como una especie de libro abierto. Sin duda, eran apasionantes todos esos episodios nacionales.
De igual forma, nos relataba –con mucha gracia- la sorpresa que causó en el entonces pequeño pueblo cuando el primer ruidoso automóvil circuló por sus polvorientas calles; la instalación de la primera modesta central telefónica, así como de la pequeña planta de luz eléctrica; sobre el primer avión que aterrizó, que fue todo un acontecimiento regional…
Después, cuando llegué a la adolescencia, conversábamos de Literatura, de Historia, de biografías de personajes ilustres; de los libros best-sellers del momento. Después que leía libros interesantes, me los pasaba también a mí para que los leyera y luego los comentábamos. También, platicábamos de política nacional e internacional; de sus experiencias como pionero en la agricultura y ganadería en el Valle del Mayo…
A propósito de que iniciábamos el camino de nuestras vidas, a todos sus nietos nos subrayaba la importancia de que había que tener grandes ideales, metas claras y no ser unos conformistas o mediocres.
Me narraba sus vivencias, sus recuerdos, sus memorias…Era mi abuelo, pero también, mi amigo y mi interlocutor.
Me escuchaba con interés sobre las preguntas que le hacía; me aconsejaba y orientaba; me contaba buenos chistes porque gozaba de buen humor; me corregía cuanto tenía que hacerlo. De igual forma, mi abuela, Rosita, me transmitió aprovechables consejos y valiosas experiencias de vida, que todavía recuerdo.
Siempre tuve la impresión, que mis abuelos -al habernos transmitido tantas vivencias personales- todo ese rico bagaje de testimonios constituyó como una escuela práctica de ejemplos a imitar y virtudes para incorporarlas a nuestra existencia.
Me parece que cada lector podría contar su propia historia familiar. Cada uno podría rememorar muchas anécdotas de sus abuelos, dentro de un marco de una vida normal y ordinaria como la que relato. Y es que los abuelos son un factor de unidad para toda la familia; de transmisión de experiencias, de valores y tradiciones. Ellos nos dejaron muy en claro que la familia es un invaluable patrimonio -humano y espiritual- que tenemos no sólo que agradecer, sino también cuidar y preservar para este tiempo presente y para el futuro mismo de nuestra sociedad.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.