Reconozco que, a simple vista, parecen términos contradictorios el pensamiento de la muerte unido al de la alegría. Pero, para los que somos creyentes, creemos firmemente que “hemos sido creados a Imagen y Semejanza de Dios”, es decir, que tenemos un cuerpo y un espíritu; un alma con un destino eterno, inmortal. Para eso hemos sido creados: para gozar eternamente del Amor de Dios.
El mes de noviembre tradicionalmente está dedicado a rezar por el eterno descanso los fieles difuntos. Pero actualmente es un concepto que se tiende a diluir. Existen varias razones: Muchos optan por no pensar en que algún día habrán de morir y fijan su residencia en la tierra, como si fueran a permanecer por días sin término: haciendo negocios, ganando dinero, divirtiéndose, gozando de la existencia al máximo. Ciertamente en esta vida, el trabajo y la familia son realidades muy nobles y existen placeres buenos y queridos por Dios, pero cuando se pervierten, se trunca su verdadero fin para el cual fueron creados.
Inconscientemente, muchos piensan: “-Esto de ‘la muerte’ no es para mí”. “Hasta a que un día, /como tantos, /descansan bajo la tierra”, escribía el poeta de Castilla, Antonio Machado. Nunca se percataron de su paso tan efímero por esta tierra, debido a que mantuvieron un activismo profesional vertiginoso, como si viajaran en tren rápido por un largo y oscuro túnel, y de pronto, se encontraron -con sorpresa y estupor- ante la dura realidad de que también ellos estaban contados dentro del número de los que morirían.
Y es que hemos recibido la influencia del “Existencialismo” y del “Materialismo Pragmático y Hedonista”. El filósofo Jean-Paul Sarte sostenía que “el hombre es una pasión inútil” y que, en realidad, ‘el infierno’ son los demás (con los que convivimos cotidianamente); el pensador alemán, Martin Heidegger, afirmaba que el hombre es “un-ser-para-la-muerte” y nuestro “filósofo popular” mexicano, el compositor de música ranchera, José Alfredo Jiménez cantaba, con gran sentimiento: “No vale nada la vida, / la vida no vale nada. / Comienza siempre llorando, / y así llorando se acaba. / Por eso es que en este mundo, / la vida no vale nada” (“Caminos de Guanajuato”). Por ello, el escritor existencialista Albert Camus dejaba caer en sus novelas -por ejemplo, en “El Extranjero”- el concepto de que “la vida es un absurdo”.
El “Materialismo Pragmático y Hedonista” tiende a persuadirnos de que lo único que vale la pena es el dinero, la posesión inconmensurable y la adquisición compulsiva de bienes materiales y el gozar de todos los placeres que esta vida ofrece, sin límite alguno. Claro está que cuando, tocan a la puerta el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, un descalabro económico en los negocios, las contradicciones, las adversidades y los reveses de fortuna…, entonces sobreviene una crisis aguda de personalidad, que ha muchos les conduce a la salida equivocada de las evasiones, como: el abuso en el consumo del alcohol; el experientar con diversos tipos de drogas; el buscar desenfrenadamente las relaciones sexuales, como un medio de escape, reduciendo a la mujer a “un mero objeto de placer” y, como afirmaba el Psiquiatra Víktor Frankl, sufriendo posteriormente un tremendo “vacío existencial” porque esas personas han perdido el verdadero sentido de sus vidas.
Descubren, con profunda desesperación y dolor, que la felicidad no se encontraba ni en el amasar una gran fortuna, sin tener un objetivo trascendente; ni en la adquisición desordenada de numerosos bienes materiales; ni en la aparente felicidad de las drogas; ni en el llevar una vida sexual desordenada. ¿Por qué? Porque el ser humano no es el prototipo que nos presentan ciertos anuncios publicitarios ni las películas ni las series de televisión que proyectan diariamente algunos medios de comunicación.
Toda persona es, ante todo, hija predilecta de Dios. Ha sido creada para un fin bien preciso: gozar de Él eternamente en el Cielo. Y para llegar a esa meta debe de cumplir con sus Mandamientos, claramente establecidos desde hace muchos siglos; respetar el orden maravilloso establecido por el Creador, verbigracia, en materia de matrimonio, fidelidad, procreación y educación responsable de cada uno de los hijos; el tratar a Dios como a un Padre, que nos ama con infinita ternura; buscarle como al mejor Amigo, mediante la práctica de los Sacramentos, particularmente el de la Confesión o Reconciliación y de la Eucaristía. Y mantener un diálogo permanente, confiado y amoroso, como el de un hijo con su Padre, y escuchar esas voces silenciosas con que el Señor nos habla al corazón y lo que nos pide para mejorar en nuestra vida, cada día un poco más, en forma particular -como nos viene recordando el Papa Francisco-, en lo referente a realizar muchas buenas obras de misericordia (materiales y espirituales) hacia los más necesitados y marginados y, en general, entre aquellos que se encuentran a nuestro lado: en la familia, en el trabajo, en la sociedad.
Una vida llevada de esta manera, conduce a una existencia plena y madura. Aprende a darle a las cosas su justa dimensión: comprende que esos bienes materiales son sólo medios, pero no fines en sí mismos. Siguiendo por este camino de sabiduría, se concluye que la muerte no es una “aniquilación fatal y sin esperanza” sino un dulce traspaso hacia el Gozo Eterno.
Me resultan inolvidables y ejemplares, aquellas últimas palabras del Papa San Juan Pablo II, cuando se encontraba ya cerca de morir y solicitaba a quienes le rodeaban en su lecho de agonía: “-Déjenme ir a la Casa de mi Padre-Dios”. Era la manifestación más patente de un hombre santo y enamorado de Dios que siempre consideró a la muerte “como un cambio de casa a la Morada Eterna”. Con este sobrenatural enfoque, la muerte se convierte en una profunda causa de alegría para alcanzar la Felicidad Eterna en el Cielo.
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