La necesidad de parámetros externos

Hace ya bastante tiempo que se ha ido imponiendo un dogma en materia política que se repite sin cesar –y que no se puede discutir–, aun cuando pareciera que por regla general, no se hayan calibrado adecuadamente sus reales y peligrosas implicancias: que el sistema democrático es el único posible, razón por la cual, nunca y bajo ninguna circunstancia podría optarse por otra forma de gobierno.

            Resulta evidente que la democracia ha sido una gran conquista de la humanidad, conquista que ha permitido convivir y progresar de manera pacífica a muchos pueblos y evitado conflictos graves, que de surgir, habrían cambiado notablemente nuestra historia. Sin embargo, ¿se entiende verdaderamente lo que significa el dogma recién mencionado?

            Si lo lleváramos a sus extremos, como muchos pretenden, significaría, en último término, que quienes dirigen un país –y de manera más general, la entera clase política–, tendrían una completa libertad para hacer, literalmente, lo que quisieran, siempre que se respetaran los cauces democráticos establecidos.

            Algunos podrán señalar, en parte con razón, que para eso existe la oposición y la alternancia en el poder, con lo cual la ciudadanía podría sancionar a quienes no logren hacer un gobierno mínimamente aceptable. Sin embargo, y siendo cierto en muchos casos, nuestro planteamiento va más allá: si de verdad la democracia resultara completamente inamovible ¿qué pasaría si la entera clase política se corrompiera y se pusiera de acuerdo para adueñarse de un país cambiando su institucionalidad, de tal modo de hacerse inexpugnables en el poder, sin dejar que surjan nuevas y reales alternativas? ¿Le daríamos este cheque en blanco?

            Con semejante situación, la alternancia en el poder no existiría realmente y el rol del gobierno y de la oposición se convertiría en una asquerosa parodia para aparentar la autodeterminación de un pueblo que en el fondo, sería esclavo de dicha clase política.

            Mas, de llegarse a una situación semejante, ¿qué diferenciaría en realidad a un régimen “democrático” de estas características de uno totalitario? A fin de cuentas, el pueblo sería un simple pelele de las decisiones de esta clase política, que sabiéndose invulnerable –al no poder sustituirse el sistema democrático por ningún otro–, tendría en el fondo, carta blanca para hacer lo que quisiera. Y si además cuenta con los suficientes aliados a nivel internacional que avalen su actuar, la tiranía puede hacerse peligrosamente posible.

            Todo lo anterior significa que la sola democracia, como forma de gobierno, es únicamente eso: una “forma”, o sea, un procedimiento, un mecanismo, un modo de obrar en política; pero por eso mismo, por ser un camino, es solo un medio, no un fin en sí misma.

            De ahí entonces, que el verdadero parámetro de legitimidad no pueda limitarse –ni empobrecerse– solo a un mero procedimiento, pues estaría abriendo las puertas a una posible tiranía, precisamente lo que la democracia busca evitar. Por eso, la democracia no puede legitimarse sólo a partir de sí misma, sin parámetros externos. Este parámetro debe ser material, de contenido: el real grado de libertad y de bienestar material y espiritual de su población.

            En caso contrario, se insiste, la democracia puede transformarse en una tiranía camuflada y en el fondo, en un dócil y soterrado instrumento de dominación.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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