A lo largo de mi carrera como escritora, he redactado varios artículos sobre la muerte. Pienso que ha de ser porque me impresiona o porque le tengo miedo o más bien respeto. He hablado de lo desafortunados que somos los que nos quedamos y de lo increíble que ha de ser ir al más allá, es decir, trascender. He expresado lo terrible que parece para los humanos ver a un ser querido morir y lo angustiante que resulta dejar de ver a las personas que amamos de un momento a otro.
Pero nunca había hablado de ver por vez primera a un familiar que nunca conocimos a causa de su muerte prematura. Sí, así es, alguien que murió hace más de sesenta años y por no haber nacido antes, no se conoció.
Pero después de todos esos años, un milagro sucedió, se encontró a esa personita que por muerte natural no le tocó vivir esta época ni conocer a sus hermanos. Bueno, bueno, creo que no me estoy explicando bien y para lograrlo les voy a relatar lo insólito, una bella historia de una muerte que por raro que esto parezca, resultó ser bonita para los que aun aquí estamos.
En Ciudad Juárez, Chihuahua, a principios del siglo pasado, una mujer llamada Isabel vivía con su esposo Herón, quien le llevaba tan solo veintiocho años de edad. Él era un general de ojo azul, con pelo rubio y una gran personalidad, ella tenía el cabello negro azabache, con grandes rizos y unos ojos profundos color capulín. Eran padres de una niña llamada Marta, quien tenía la belleza de su madre y el carácter incansable de su padre.
Ella contaba con apenas un año de edad, era muy pequeña pero le tocó participar en el tiempo de Roxana. Roxana venía en camino, estaba a punto de nacer, ese era el nombre que le pondrían sus padres. Nació y ya era parte de la pequeña familia que comenzaban a formar Herón e Isabel, pero desafortunadamente aconteció lo inimaginable. Roxana, cuando empezaba a vivir, cumpliría apenas el primer año de su vida sufrió la terrible muerte de cuna.
Esa muerte que nadie se explica, en la que los bebés se ahogan mientras duermen. Murió y sus padres la enterraron en ese Estado de la República. Pasaron los años y se mudaron a Guadalajara, en donde tuvieron más hijos. Alvaro, Armando y Alejandra la menor.
El tiempo pasó, y Roxana había pasado a otro plano, era un vago recuerdo. Marta se casó y Herón al poco tiempo murió de esa terrible enfermedad llamada cáncer, que desde entonces decían los médicos que ya iban a encontrar la cura. Pero en fin, Isabel se quedó sola con sus hijos y los educó a la perfección. Marta formó una familia con el gran hombre con el que se casó, Armando estudió arquitectura, Alvaro apoyaba a su madre en la casa y hacía trabajos para ayudarlos a mantenerse y Alejandra por ser la más pequeña era la más consentida. Hace varios años murió Isabel, ya estaba cansada de estar en esta vida mundana y creo que en ella la muerte no le dolió tanto a los que la amaban, porque sabían que se reuniría con su esposo, su hijo Armando, quien murió hace años de lo mismo que Herón, y al lado de Roxana. Años antes de su muerte, platicando una vez con su hija menor, le comentó que le encantaría recuperar el cuerpecito de aquélla bebé que alguna vez tuvo en sus brazos en Chihuahua, para depositarlo en la cripta familiar en Guadalajara. Alejandra siempre tuvo en mente el deseo de su madre, pero nunca, y desgraciadamente lo digo, nunca se hacen las cosas hasta que se ven perdidas.
Es decir, hasta que murió Isabel no comenzó a investigar en dónde se encontraba su hermana que nunca conoció. Alejandra tuvo la suerte de toparse en algún evento social con uno de los representantes del Estado de Chihuahua y como nunca se calla nada, compartió con este funcionario la pequeña historia. Él le prometió que la ayudaría. Alvaro, su hermano, tenía los títulos de propiedad de donde se encontraba enterrada, documentos indispensables para su búsqueda, y al cabo de un par de años ¡oh sorpresa! El milagro inesperado, el teléfono timbró y era de parte del Estado de Chihuahua. ¡Así es, encontraron la tumba de Roxana! Alejandra con gran ilusión acordó que se la enviarían a la ciudad de México, en donde radica hace más de 36 años. Una buena tarde, del primer invierno del siglo XXI, llegó un paquete pequeño perfectamente bien envuelto.
Era la tía que nos vino a visitar por correo, mi tía Roxana. Nadie la conocimos y la recibimos con gran entusiasmo, con nostalgia y con amor. Era carne de la carne de mi abuela, era la hermana de mi madre. Quien cumplió el último deseo de Isabel; depositar los restos de la criatura que algún día se separó de ella por voluntad de Dios, en el mismo lugar que los demás de la familia.
Hoy están otra vez juntas en el cielo y así me di cuenta que no es necesario haber conocido a alguien para llorar su muerte y tampoco es triste que se separen de uno si se sabe que en donde están, están mejor.
Pero sobre todo, el saber que algún día todos nos volveremos a ver.
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