«El hombre no se comunica con otro hombre sino cuando el uno escribe en su soledad y el otro lo lee en la suya. Las conversaciones son o diversión, o estafa, o esgrima». Nicolás Gómez Dávila
Hace unas semanas padecíamos durante algunas horas la caída de redes sociales como Facebook, Instagram y Whatsapp. La comunicación instantánea entre los usuarios se vio afectada. Cuando pensábamos que nada sustituiría los correos electrónicos o las llamadas a números fijos, WhatsApp los desplazo a todos. Facebook no se quedó atrás, las publicaciones, compartir noticias y los memes. ¿Ahora cómo nos vamos a comunicar? Y no es que lo ignoremos, sino que esa comunicación al instante y donde todos pueden verla, se volvió un tanto adictiva.
Del mismo modo en que hay mucha basura en dichas redes, siendo justos hay que decir que bien llevadas nos mantienen en contacto con gente valiosa, nos enteramos al instante de noticias importantes, descargamos información y también nos conecta con causas loables. Perder todo eso tan de repente y por algunas horas debió angustiar a muchos, estresar a otros y darle lo mismo al resto. Nos dimos cuenta de la dependencia que hemos desarrollado alrededor de esos pequeños dispositivos llamados celulares. Como única defensa habría que decir que no se trata del dispositivo en sí, sino en todo lo que obtenemos a través de éste.
Pensemos en que, si los mensajes y las publicaciones que hacemos en las redes, nos satisfacen y nos llenan en cierto modo al conectarnos con los demás, entonces ¿qué no lograrán las cartas donde realmente se vierte una gran parte de nosotros? Pero, “¡Es mejor el celular, puedes hablar con quien sea al instante!” Lo referente a la inmediatez no tiene objeción alguna, pero reside ahí nuestra mayor debilidad: no saber esperar. Somos esclavos de las respuestas apresuradas, de los emoticones para expresar un estado de ánimo; nos conformamos con una comunicación a distancia y que no implique mayor esfuerzo, ni cercanía; y de la llamada telefónica y el encuentro interpersonal ni hablemos.
Ya lo decía un buen sacerdote, demos el siguiente paso para que no todo quede en lo instantáneo y efímero de las redes sociales; trascender, volvamos a la comunicación tradicional por excelencia: la comunicación epistolar la cual no tiene parangón: usted toma un pedazo de papel y un bolígrafo y comienza a escribir lo que desea decirle a otra persona, sea que viva en su mismo barrio, en su misma ciudad o en otro país. Recuerdo la bella postal que una amiga de secundaria me regalo después de las vacaciones escolares, recuerdo las notas de felicitación por un cumpleaños o las cartas de amistad o amor.
Las cartas que un buen día fueron la comunicación personal por excelencia, han sido relegadas de la vida cotidiana ante el avance avasallador del celular y las redes sociales que han acaparado el mercado de las comunicaciones. Pero una carta tiene su sello particular: esta escrita especialmente para nosotros (lo que nos recuerda que somos únicos), no hay una copia de respaldo en ningún lado; es un mensaje tangible y un recuerdo para la posteridad. La comunicación epistolar conlleva beneficios: nos educa en la espera, en la paciencia y en la templanza.
Después del encuentro personal y la convivencia, la carta es una de las mayores muestras de afecto que se le pueda dar a alguien, dirigida a aquellas personas que apreciamos sobremanera; tan estrechamente vinculada a los tiempos en que las cosas y las relaciones interpersonales eran más duraderas y menos desechables. Así que trascendamos y restauremos la verdadera comunicación, quizá de ese modo le recordemos a alguien lo importante que es para nosotros; quizá también recordemos lo empáticos que podemos ser ante la adversidad, el dolor y la alegría de otros en un mundo cada vez más materialista…
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