La voluntad real de los Estados

La contundente, completa y para muchos inesperada victoria obtenida por Chile en el fallo emitido por la Corte Internacional de Justicia, no sólo satisface a nuestro país en su correcta pretensión de respetar los tratados, sino también las exigencias básicas del propio Derecho Internacional. Ello, porque algunas de sus reglas han tendido a desdibujarse en los últimos tiempos, si bien con mayor preeminencia en materias relacionadas a los derechos humanos que respecto de problemas que puedan suscitarse entre Estados.

Aunque resulte algo técnico, uno de los principales problemas a que se enfrentaba este fallo era el del valor de las fuentes del Derecho Internacional, esto es, del origen y jerarquía de las normas que lo conforman. Ello, puesto que los tratados internacionales constituyen una de las –si es que no la– más importante fuente de obligaciones para los Estados, con mayor valor que otras, como por ejemplo, una nota diplomática. Por eso el fallo era importante, pues en caso de haber sido distinto al emitido, habría significado un inquietante debilitamiento de la fuerza normativa y jerarquía de estos instrumentos, todo lo cual hubiera proyectado una perturbadora sombra de duda respecto de su obligatoriedad. Con un tan mal precedente, literalmente podría haberse hecho tambalear buena parte de los tratados que han configurado los límites de los actuales Estados desde hace siglos.

Sin embargo, a pesar que lo anterior resulta evidente, en razón de ser los tratados internacionales la manifestación más clara y certera de la voluntad real de los Estados ante los demás Estados (y de paso, la piedra angular del Derecho Internacional, el “pacta sunt servanda”: lo pactado obliga), tal como se ha señalado, en los últimos años, en particular en materia de derechos humanos, esta “fijeza” de los tratados ha tendido a desdibujarse.

Lo anterior ha sido posible gracias a las dúctiles reglas de interpretación que se han aplicado a estos tratados, al considerarlos “instrumentos vivos” y en consecuencia, al estimarse por muchos que su exégesis debe ser evolutiva, dinámica, finalista, progresista, sistemática, y holística, además de entender estos derechos como interdependientes e indivisibles entre sí. De esta manera, el anterior fenómeno ha generado un notable desdibujamiento del sentido y alcance de estos tratados, siendo así cada vez más difícil predecir qué determinarán los tribunales y comisiones internacionales encargados de interpretarlos. De ahí pues, el valor del actual fallo, que viene a ser un espaldarazo a la “fijeza” de los tratados internacionales.

Lo anterior no significa que el capítulo esté completamente cerrado, pues cada país puede cambiar de parecer respecto de lo previamente acordado en un tratado, y muchas veces la prudencia aconseja hacerlo. Mas lo importante es que esta eventual posibilidad de negociar depende, precisamente, de la voluntad soberana de nuestro país, no de lo que establezcan tribunales internacionales, de lo que supuestamente se habría manifestado en el tratado sujeto a debate, ni en otros documentos internacionales de menor valor, con lo cual, al menos en esta área del Derecho Internacional y por el momento, el “pacta sunt servanda” permanece a salvo.

Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Profesor de Filosofía del Derecho
Universidad San Sebastián

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