Actualmente vivimos en una época en que los sujetos reclaman cada vez con más fuerza e incluso intransigencia por mayores espacios de libertad, y al mismo tiempo exigen una creciente intervención estatal a fin de conseguirla. Sin embargo, ¿es posible esta combinación?
En realidad y en estricta lógica, si los sujetos buscan crecientes esferas de autonomía, ello exige un Estado poco interventor, al estilo del liberalismo clásico del siglo XIX. Lo anterior, pues existe una clara dicotomía entre Libertad y Estado, de tal forma que el espacio que ocupa uno se lo arrebata al otro. Así, como ambos no pueden crecer a la vez, algo resulta incongruente en este planteamiento, o las cosas no son lo que en realidad parecen.
Por eso es abiertamente contradictorio que para lograr mayores esferas de libertad, se exija que el Estado regule cada día más y más áreas esenciales de nuestras vidas, al punto que en vez de ser un gendarme, como en el liberalismo clásico, acabe convirtiéndose en un guardián, e incluso en un auténtico Leviatán para asegurar dicha libertad.
En parte lo anterior se debe a que el poder es por naturaleza expansivo, razón por la cual crecerá siempre que pueda hacerlo. Por tanto, si se pretende cada vez un mayor intervencionismo estatal, parece imposible que este poder permanezca estable dentro de ciertos márgenes que respeten esa tan ansiada autonomía, pues como se ha dicho, tenderá a crecer a costa de ella.
Y a decir verdad, los hechos parecen darnos la razón. De esta manera, muchos pretenden que el Estado todopoderoso regule acuciosamente o incluso domine por completo los aspectos más esenciales de nuestras vidas: la educación –y por tanto, lo que debemos saber y pensar–, la producción de bienes y servicios –y en consecuencia, lo que debemos realizar y emprender–, o incluso nuestras creencias –y por ende, aquello que debemos sentir y anhelar–. Todo, se insiste, para que los sujetos puedan ser más libres y dirigir sus vidas como les plazca, gracias a este guardián que en teoría, impediría que los más poderosos –salvo el propio Estado, evidentemente– abusen de los más débiles.
Sin embargo, si el Estado se encarga como un buen padre de familia de todo esto, ¿qué libertad subsiste para sus amados hijos? Si aquello que pensamos, queremos o sentimos se encuentra secuestrado y dictaminado por la autoridad, ¿qué queda para nosotros?
Ahora, si algunos creen que son más libres porque pueden tener drogas, sexo o diversión a su antojo, no solo se han formado un pobre y errado concepto de ella, sino que tal vez sin saberlo, han claudicado respecto de lo realmente importante para hacer posible la verdadera libertad.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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