Los verdaderos amos

Resulta casi un lugar común hablar hoy de una “crisis de la democracia”, motivada por diversos factores de todo tipo, desde la corrupción de la clase política, hasta la poca transparencia de sus procesos eleccionarios, sin olvidar la creciente apatía y desilusión de buena parte de la ciudadanía, o al contrario, el hecho que los que más hagan oír sus demandas, sean los grupos más agresivos, siempre minoritarios. Todo ello y mucho más, está haciendo que esta forma de organización política, hasta hace pocos años idolatrada de modo casi infantil, hoy sea vista con desdén y hasta desprecio por vastos sectores de la población.

            Lo anterior está generando lo que podríamos llamar metafóricamente, “democracias de cartón”, queriendo significar con lo anterior, una mera imagen, una máscara que pretende ser algo que claramente no es. O si se prefiere, una casi desesperada maniobra para mantener las apariencias, a fin que este statu quo pueda preservarse el mayor tiempo posible, para sacar del mismo el máximo de beneficios que pueda dar. Todo lo cual se hace cada día más difícil, al ir desafectándose de este sistema crecientes sectores de la población, según se mencionaba.

            Sin embargo (y no se trata de echar leña al árbol caído, sino de intentar descubrir realmente lo que está pasando), existe otro elemento que a nuestro juicio, viene a empeorar aún más las cosas, pero que pocas veces se comenta, y que ya henos tratado en varias oportunidades, si bien desde otros ángulos: el Derecho y las organizaciones internacionales.

            En efecto, las normas y, sobre todo, los organismos internacionales, están teniendo cada vez más injerencia en los asuntos internos de todo tipo de muchos países, incluido el nuestro, de una manera que por regla general, es completamente ignorada por la ciudadanía. Pese a lo cual, limita notable y a veces injustificadamente nuestras democracias, al punto que podría hablarse de democracias “tuteladas” o “protegidas” por este Derecho y organismos internacionales, llegando a bloquear y hasta prohibir algunas de sus decisiones.

            Evidentemente, no se trata que cada país se transforme en una burbuja que se desentienda de lo que ocurra más allá de sus fronteras y haga lo que le venga en gana, entre otras cosas, porque tarde o temprano, lo que pase en el exterior lo afectará a él también. Igualmente, razones mínimas de convivencia y humanidad, obligan a los Estados a estar en armonía y a cooperar con sus vecinos y en general, con la comunidad internacional.

            Sin embargo, existen un cúmulo de materias que nos afectan profundamente (piénsese por ejemplo, en los derechos humanos en general, en la inmigración o en diversas políticas públicas), cuyo origen último viene de estos organismos internacionales, que casi están dándole órdenes a nuestros países. Materias que evidentemente, no han sido determinadas por quienes nos vemos afectados por ellas, el pueblo, mediante ninguna decisión democrática, y que incluso, ni siquiera han estado presentes en los programas de gobierno previos a las elecciones. Y el gran problema, es que estos organismos internacionales no son controlados por nadie y por regla general, la ciudadanía ignora su existencia y poder. Todo lo cual, va poniendo día a día más cortapisas a nuestras propias decisiones democráticas.

            En consecuencia, la gran pregunta aquí, es a quién obedecen nuestros dirigentes, cuáles son sus verdaderos amos: ¿el pueblo al que ellos dicen representar, o estos organismos internacionales que nadie controla y que parecen querer ser nuestros titiriteros?

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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