Manos hacia el Cielo

Por Marion Fernández Cueto

Hay una línea en las Escrituras que siempre me irritó: Timoteo 2:15, y durante años no pude leerla sin desear lanzar mi Biblia contra la pared. “Con todo, la mujer”, escribe San Pablo, “se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad.» Su misoginia bautizada era lo suficientemente insultante (qué típico es disponer la salvación de la mujer dentro de su límite social de descalza y embarazada servidumbre), sin embargo debajo de eso acechaba un daño aún más devastador: la idea de que la santidad de la mujer estaba amarrada a la maternidad. Esto solo significaba una condena para mí, pensé, porque la faena del parto era lo último a lo que yo aspiraba. Entonces me enamoré de un hombre que deseaba tener hijos, en la misma forma en que mis antiguos amigos habían soñado con televisores de plasma.

Mientras él me cortejaba y me seguía, comprendí que no era la maternidad per se, lo que por tanto tiempo había temido y de lo que me había burlado; era la muerte absoluta de mí misma vinculada a la maternidad. Mi individualismo y mi egoísmo estaban vivos y muy bien, fomentados por casi una década de independencia, durante la cual mi tiempo, decisiones, dinero, planes y mi cuerpo habían permanecido únicamente míos propios. La idea del matrimonio me entusiasmaba (no era ningún sacrificio amar a Andrés), pero los niños no me brindaban una natural tentación hacia la auto-oblación.

Como la tibia súplica de castidad de San Agustín, yo no quería que mi egoísmo fuese castigado del todo, todavía. Pero San Juan escribe que el amor perfecto aleja al miedo y esto es cierto aún en amores imperfectos como el nuestro: Un año después de nuestra boda nos encontramos rogando que yo pudiera quedar embarazada.

Dos días después me embaracé. Si digo que salté de gusto sería mentira -nunca esperé que la respuesta nos llegara por entrega inmediata de un día para otro. Pero estábamos admirados ante esta nueva vida que Dios y nuestra unión habían forjado.

Mi embarazo progresó con una feliz calidez: me puse gorda y contenta como un gato romano, sin molestias de nauseas al levantarme. Hice las compras y la limpieza, cociné y congelé alimentos, pedí libros sobre paternidad y entrevisté doulas en un dichoso torbellino de organización. Me encontré soñando con escenas domésticas tanto tiempo despreciadas, una maraña de alegres hermanos para nuestro hijo y una cocina fragante de comida caliente y bromas cariñosas.

Finalmente, pensé, estaba lista para convertirme en madre.

Entonces nació Dominic. Aún recuerdo mi sentimiento de incredulidad cuando una enfermera nocturna me despertó por primera vez para alimentarlo, cuando me parecía que tan solo unos minutos antes había tenido un trabajo de parto agotador. Miré el reloj – 2:20 a.m. – y luego a mi lloriqueante y arrugadito bebé, y supe, como Napoleón en Waterloo, que el fin había llegado — el fin de mi vida como yo la conocía y como a mí me gustaba.

Este niño, esta responsabilidad, eran míos por el resto de mi vida. Sentí una gran ola de resentimiento de que Dios me haya permitido dar la bienvenida a un embarazo al mismo tiempo que me proporcionaba apenas un jirón de vago instinto maternal después del parto. Sabía que mis hormonas atacaban a ciegas, pero me sentí cegada y traicionada. ¿Dónde estaba la gracia que me había inundado durante los nueve meses previos? En ese momento yo no deseaba más que retroceder el tiempo hasta esa noche de septiembre en la que por vez primera rogamos a Dios por un bebé, y posponer nuestra oración otros dos años. Yo quería devolverle mi hijo a la enfermera y replicarle, “Amamántalo tu.” Yo ya soy una madre miserable, pensé. Pobre, inocente, malaventurado Dominic.

En alguna parte yo había asumido que si solamente hubiese suplicado con suficiente fuerza para obtener la gracia cuando acepté el embarazo, junto con mi hijo habría nacido una buena madre. Había olvidado esa carta elemental en la teología Católica: que la gracia se construye de la propia naturaleza. Las oraciones no son fórmulas mágicas y ninguna iba a transformar instantáneamente mi hábito de egoísmo fomentado durante tanto tiempo, en un entusiasta espíritu de autosacrificio. En lugar de eso, durante las semanas y los meses subsecuentes, un Salvador amoroso me pediría tomar mi cruz y aprender a seguirlo. Al obedecer, descubriría que Dios rara vez llama a los bien equipados. Si pidiésemos cooperar en nuestra propia salvación es solo porque El da lo necesario a aquellos a quienes llama.

Mientras tanto, Dominic no sabía que era pobre y malaventurado. Era un bebé casi perfecto en todos sentidos, de límpidos y azules ojos, traviesas y rosadas sonrisas. Yo lo abrazaba y lo bañaba, le hacía cosquillas y le cantaba, y presumía sin pena cualquiera de sus nuevas hazañas. Cuando dormía su siesta en nuestra cama sonrojado por un dulce sueño, me acostaba junto a él y murmuraba mi amor infinito en sus rubios y húmedos rizos.

A pesar de todo esto, me rebelaba. Una voz en mi cabeza hacía eco al viejo grito de Lucifer: non serviam — Yo no serviré. “Eres demasiado buena para esto,” decía la voz. “Fuiste hecha para cosas mejores — no para el tedio sin fin de pañales, trastes y ropa sucia que entume la mente. ¿Dónde están el glamour, el estímulo intelectual, las oportunidades y ascensos que todavía te mereces? ¿Es realmente esto lo que Dios quería para ti?” La voz reaparecía cada mañana mientras observaba al ejército de abogados y pasantes paseándose por la Calle 16 con sus vasos de café y sus portafolios, y sus carreras.

Cada joven mujer inteligentemente vestida, con el lujo de poder conversar en su celular o iPod, representaba una vida que yo ya no podía tener, oportunidades y experiencias que nunca serían las mías. “¿Ya lo ves?” la voz me punzaba. “¿Ya lo ves?” Claro que cada resbalón hacia la autocompasión desencadenaba una mayor avalancha de culpa. A todo lo ancho del mundo las mujeres estaban luchando contra la infertilidad, los abortos espontáneos, la muerte de un hijo, o los recién nacidos con enfermedades crueles y debilitantes. Miles de nuevas madres nunca tendrían el lujo de poder escoger entre volver o no al trabajo. Muchas más carecían de un esposo sensible que las cuidara, o de cualquier alma caritativa que las apoyara durante los trastornados primeros meses.

Yo me odiaba absolutamente a mi misma por irritarme bajo la ligera carga que Dominic representaba; sabía en el fondo lo afortunada que era, cuán ridículo era mi burgués malestar — entonces mi autorenuencia se acumulaba. Alcancé mi punto de quebranto una tarde mientras caminaba con Dominic frente a la Catedral de San Mateo. Un vagabundo parado en la esquina dio un largo vistazo a mi carreola y a su durmiente carga e inexplicablemente sacó un condón de su bolsillo. “Si hubieras utilizado uno de estos,” dijo socarronamente, “no lo hubieras tenido.” Conmovida, supe que aquel hombre había articulado el mismísimo pensamiento que había surgido como demoníaco espectro durante más de una de mis noches sin sueño. Ese condón representaba cada tentación experimentada en mi lucha por abrirme a la vida, cada alternativa prohibida que pude haber tomado al tiempo que luchaba por recibir con regocijo, primero el embarazo y después a Dominic. Enferma de vergüenza, busqué a un sacerdote para confesarme.

Con el suave pero exacto sondeo de un experimentado confesor, me pidió nombrar lo que yo preferiría estar haciendo. “Anda, imagínalo,” me rogó. “Digamos que puedes dejar a tu familia y a tus responsabilidades. ¿Que es lo que quieres?” Mis respuestas las tenía penosamente listas. “Quiero ver el resto del mundo,” le dije. “Quiero ser el corresponsal extranjero para lo cual me preparé. Quiero tomar mi café mañanero en silencio, leer el periódico sin interrupciones. Quiero dormir hasta el medio día los sábados — o al menos durante toda la noche.Quiero mi tiempo, mi espacio, mi horario, mis planes, mi paz, mi tranquilidad… me quiero a mi misma de regreso otra vez. Solo quiero ser yo misma de nuevo.” El sacerdote clavó su mirada sobre mí, sus ojos bañados de compasión. “Todos queremos eso,” dijo suavemente. “Pero sirviéndonos, viviendo para nosotros mismos… ¿qué nos dice el Evangelio sobre eso? ‘Aquel que busque salvar su vida, la perderá.’ ‘A menos que el grano de trigo caiga en la tierra…’ Sabemos que no podemos encontrar la felicidad de ese modo.” “Póngame a prueba,” secretamente pensé.

No mucho tiempo después, Dios se encargó de mí en mi reto silencioso: Cuando una vieja amiga de la universidad vino de Francia se me dio la oportunidad de ver, al estilo de George Bailey (personaje interpretado por James Stuart en una película navideña de 1946), cómo hubiera sido mi vida sin Dominic. Veronique — guapa, soltera y pintora políglota — estaba viviendo la misma fantasía que yo traté de articular a mi confesor.

Ella volaba alrededor del mundo aparentemente sin responsabilidad alguna entre su siguiente capricho y la realidad. Su familia estaba distante; sus trabajos al igual que sus intereses románticos, eran esporádicos y provisionales; todos ellos impotentes ante la tentación de nuevos riesgos y continentes. Yo estaba impaciente por escuchar sus historias, por empaparme del resplandeciente esplendor de su vida. Al invitarla una tarde a tomar el té, me fortalecí por el destello de piedad que varias veces vislumbré en sus ojos gracias a mi cada vez más predecible y gris existencia (esposo, hijo, hipoteca, minivan.) Eso nunca le llegó. Veronique se sentía desdichada, y lo era desesperadamente.

Acercándose a los 30 años igual que yo, su recia independencia, su volubilidad emocional y su consumada impulsividad la estaban infectando. Odiaba su cara escuela de arte. Sus correos electrónicos, deslumbrantes descripciones de sus viajes reenviados a listas masivas de amigos no estaban siendo reconocidos. El puñado de hombres en su vida llegaba y luego desaparecía con una precipitada autonomía perturbadoramente familiar. Estaba cansada de estar sin dinero, de depender de la gente convencionalmente más estable que ella para viajes en auto, para llamadas telefónicas y para comidas.

Aún así los puestos y trabajos prometedores la estaban pasando por alto por estudiantes recién graduados más jóvenes que mucho tiempo atrás tenían pagadas sus cuotas en forzados trabajos de 9 a 5. Veronique parecía embrujada por el revuelo de darse cuenta que los años de autodirección, autodescubrimiento y autosatisfacción (todo tan envidiosamente anhelado por mi) le habían traído no el Nirvana, sino solo a sí misma – cosa que estaba comenzando a encontrar intolerable. Mientras ella me observaba limpiando el puré de manzana de la barbilla de Dominic, ayudándolo a bajarse de la silla alta y comenzando la preparación de aún otra comida, sus ojos reflejaban no pena sino un crudo y desnudo anhelo. Y sus siguientes palabras me sorprendieron aún más: “Desearía tener a alguien para amar y para darme de esa manera,” dijo. “A veces tengo miedo que mi corazón va a marchitarse.” Yo esperaba sentir alivio ante la pena de Veronique — después de todo, lo que ella admitió equivalía a las grietas en la cimentación de un estilo de vida que yo había codiciado casi con idolatría. Pero en cambio solo sentí sorpresa y el creciente fenómeno de que la maternidad — esa vocación que yo usaba como cilicio — me había evitado la tiranía, la terrible pobreza de mi voluntad irreprimida. Mientras vislumbraba la desolación en la vida de Veronique, comprendí que yo nunca podría haber aguantado la maldición por tanto tiempo ansiada — aquella de ganarme el mundo entero solo para perder mi alma. En Su misericordia que todo lo ve, Dios había eliminado de mi la opción del autoservicio exclusivo cuando dí a luz a Dominic.

Como esposa y madre mi corazón podría sangrar, pero sabía que nunca se marchitaría pleno como estaba con los gajes del oficio de placer y terror, pena y compasión. Cuando Veronique se marchó, apreté a mi hijo contra mi pecho y lloré con gratitud. Henry Ward Beecher alguna vez escribió que los niños son las manos por las que asimos el cielo. Al principio inscribí esa cita en el libro del bebé de Dominic, pero es solo ahora, casi cuatro años y una bebita después, que puedo ver que simplemente es una versión más apetecible de Timoteo 2:15. A través de Veronique caí en la cuenta de que lo que yo alguna vez llamé “cielo” — todo esto vino por lo que yo misma obstinadamente escogí — era la quintaesencia del infierno mismo. Solamente los niños podrían apartar la piedra de la tumba propia en la que yo yacía, y ofrecer un renacimiento a mi alma. Aunque yo sobretodo luche y me tambalee en mi vocación de madre, lo hago así con gozo sabiendo que Dios me sostendrá a través del proceso si solo persevero con fe, amor y santidad. Esta mujer, al menos, será salvada por la maternidad. Marion Fernández-Cueto es madre, periodista independiente y Católica conversa.

Vive en Houston con su esposo Andrés y sus dos hijos.

 

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