Hace unos días volví a ver la película “Hitler: el Reinado del Mal” en la que se explica cómo un desconocido y gris pintor y dibujante austriaco, Adolfo Hitler, logra hacerse con el mandato absoluto y totalitario de una poderosa nación como Alemania, en los años treinta del siglo pasado, y cuyas radicales y violentas acciones políticas desembocaron en la Segunda Guerra Mundial.
Al inicio del filme, se recogen unas palabras del ilustre escritor y filósofo de origen irlandés, Edmund Burke (1729-1797), quien ha escrito un provechoso pensamiento: “Lo único que se necesita para que el mal triunfe, es que los hombres buenos no hagan nada”.
En nuestro tiempo, observamos cómo se empuja a los ciudadanos para que tengan una inclinación casi obsesiva y esclavizante hacia el consumo de bienes materiales, arrancando el sentido trascendente de su existencia, generando así una sociedad materialista y centrada en el egoísmo y el placer inmediato.
En un sentido aparentemente opuesto -pero que en el fondo se identifican-, también hay quienes enfocan el trabajo y toda actividad humana exclusivamente dentro de las coordenadas materialistas ateas, como una alienación de la persona, sometida al colectivismo; a esas masas anónimas cuyos líderes engañan a miles de personas con escasa formación y les presentan atractivas soluciones -con apariencia de bondad- pero cargadas de errores y promoviendo los enfrentamientos fanáticos.
De igual forma, se pretende coartar el origen sagrado de la vida humana, la indisolubilidad del matrimonio, el sentido auténtico de la sexualidad humana, el derecho prioritario de los padres a la educación de sus hijos; se ridiculiza que exista una moral objetiva y los grandes valores que han cimentado nuestra civilización occidental dentro del marco de la dignidad humana.
Se pretende hacer imperar el relativismo y el subjetivismo en una actitud que se llega al extremo de afirmar que “nada es bueno ni malo sino que todo es relativo” y en la que lo importante es “la impresión que cada uno saca por su cuenta” al margen de las verdades universales y objetivas. Con esa aparente lógica, entonces se podría justificar cualquier aberración, como: el robo, el fraude, los actos de corrupción, la mentira, los asesinatos…
Y es una reacción común que la gente se encoja de hombros y exclame: “¡Qué le vamos a hacer, ni modo! ¡Así están las cosas y no hay otro camino más que sufrir las consecuencias!” Sin duda, es un gran error no hacer nada, por pensar quizá que se puede hacer muy poco.
En nuestro país, por fortuna, son una inmensa mayoría las personas que defienden la vida humana desde su concepción hasta su muerte natural; el matrimonio, la familia y el amor a los hijos; la libertad para educarlos en la fe religiosa que se profesa; la recta actitud en la adquisición de los bienes materiales con sobriedad y templanza; se siguen viviendo valores como la honestidad, la laboriosidad, la generosidad para servir a la propia comunidad y en forma desinteresada; la formación en las virtudes humanas; los anhelos por contribuir al bien y el progreso de nuestra Patria…
¿Qué puede hacer un ciudadano normal para mejorar la actual situación social? En primer lugar, dando buen ejemplo con el prestigio en el trabajo o quehacer profesional y con el cuidado de la propia familia. En segundo lugar, procurar la difusión de buenas ideas mediante el eficaz método de comunicación “de boca a boca”. Me refiero a esas reuniones familiares, de amistades, de colegas de trabajo o de convivencia social en las que se puede influir externando las propias convicciones. En tercer lugar, aprovechar los avances cibernéticos para dar a conocer nuestros puntos de vista sobre los asuntos vitales anteriormente mencionados a través de las redes sociales, en los portales de internet, mediante los correos electrónicos y un largo etcétera. Por ello, he titulado este artículo con ese antiguo proverbio que dice: “Más vale encender un cerillo, que maldecir la oscuridad”. Pienso que con la suma de muchas voluntades valientes y nobles -poniendo espíritu de iniciativa, creatividad e ingenio-, las actuales circunstancias del país pueden mejorar de manera importante -en forma gradual, pero significativa- como ocurrió con la eficaz y positiva influencia de los Primeros Cristianos dentro del Imperio Romano que, tan sólo a la vuelta de un par de siglos, el Cristianismo ya se encontraba difundido por todo el mundo conocido de aquella época.
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