“La muerte infligida como pena por los delitos borra toda la pena debida por ellos en la otra vida, o por lo menos parte de la pena en proporción a la culpa, el padecimiento y la contrición. La muerte natural, sin embargo, no la borra”. Santo Tomás de Aquino
El quinto mandamiento no matarás, prohíbe atentar voluntaria e injustamente contra la vida del prójimo o la vida propia. Hacerlo es cometer homicidio injusto que per se es un gran crimen, pues atenta contra los derechos de Dios, Señor y Dueño de la vida. A lo largo de la historia, las leyes humanas han castigado de ordinario tales homicidios con la pena capital, como también se castigaba en la ley de Moisés. (Éxodo XXI, 12). Sabemos que la vida material tiene un valor innegable e importante, sin embargo no es el bien supremo dado que puede ser sacrificada a cambio de otros bienes superiores. De aquí partimos en que haya casos en los que está permitido matar a un semejante que, a saber son:
*Legítima defensa. Cuando no hay otra manera de rechazar la agresión injusta se puede matar en defensa de ese bien que se nos quiere arrancar. Para ello, quien es agredido injustamente no debe proponerse jamás la muerte del agresor sino la defensa propia (de otro modo estaría actuando por venganza u odio); que no haya otro modo de salvar su vida.
*Guerra justa. Es lícito matar a los enemigos en el campo de batalla, ésta debe decretarse por una autoridad legítima, no por odio sino por un derecho que se ha violado, que hay causa justa y desde luego, que sea el último recurso habiendo agotado todos los medios pacíficos. Cabe mencionar que la causa justa se da en la guerra defensiva, cuando se contesta una agresión injusta.
*Pena de muerte. Es legítima en virtud del derecho que Dios delega a sus representantes para mantener el orden en la sociedad. Se da en la defensa de toda la sociedad ante criminales especialmente peligrosos. Su aplicación es lícita cumpliendo un par de condiciones: al tratarse de crímenes muy graves, que hayan sido claramente especificados en la ley y que éstos sean evidentemente probados.
Hace unos días la reciente conversa al catolicismo Guadalupe Batallán escribió que “había que tener estómago para ser católico y estar a favor de la pena de muerte”. Bien, debe aclararse que bíblicamente tiene sustento y, hasta nuestros días la pena de muerte ha estado presente en las leyes de diferentes países y la doctrina católica a lo largo de dos milenios la marcó claramente. Así pues, a la luz de la fe católica al hablar de homicidio es importante diferenciar la ocasión voluntaria e injusta de la ocasión justa y lícita. El sentimiento no debe llevarnos a compadecernos del asesino declarándonos enemigos de la pena de muerte. La pena capital no es asesinato (quitar la vida con malos fines y de manera injusta), sino homicidio justificado (cumpliéndose las condiciones mencionadas previamente).
De igual modo, la pena de muerte no debe equipararse jamás con el asesinato en el vientre materno que jamás el lícito y en el que cada uno de los que participa es culpable: los abuelos que pagaron el aborto de su nieto, el amigo que aconsejo el aborto, el que presto el dinero para pagarlo, el personal médico, el fabricante de material quirúrgico, el que vota por el partido abortista, el padre que consiente o abandona a la mujer y la madre que aborta. El bebé en el vientre materno es la víctima más indefensa, desprotegida por las leyes del mundo, mientras que el asesino condenado a pena de muerte, previamente tuvo infinidad de ocasiones en las cuales pudo cambiar el rumbo de su vida y sin embargo obstinado en su actuar daño gravemente a la sociedad. En tales circunstancias la doctrina católica reconoció el legítimo derecho de una sociedad a salvaguardar la seguridad al dictar pena de muerte al asesino.
El católico ha de ser ante todo, católico. Significa que ha de mirar las verdades de fe y poner la vida y el acontecer cotidiano a la luz del Magisterio de la Iglesia Católica, tener presente la doctrina y sus dogmas, la práctica de la vida sacramental, etc. En el movimiento provida se hallan personas de diferentes creencias como judíos, musulmanes, budistas, evangélicos, protestantes, luteranos, agnósticos, liberales, incluso ateos como lo fue Guadalupe Batallán. Todos unidos en una lucha común loable, entonces ¿qué podría estar mal? Que en los momentos cruciales fallaran en uno u otro aspecto, muy propio de sus creencias e ideas: los métodos anticonceptivos son aceptables, que la fecundación in vitro es buena, que los vientres de alquiler son de gran ayuda, que la pena de muerte es indignante o que la guerra siempre es mala y debe evitarse a toda costa, etcétera.
He aquí que el católico ha de ser luz para los demás, porque es indudable que un católico es provida, (entiéndase un católico que conoce su fe), pero un provida no es necesariamente católico. Sin embargo el católico liberal o el católico contagiado por las ideas del mundo se convierte en el Caballo de Troya perfecto al interior del movimiento provida y más aún en cuestiones de fe católica, relegándola al terreno del sentimiento. Por ello, el que un católico sea provida no es prueba alguna de su fe católica. Pero el católico coherente es, a la postre, garantía de la defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, entendiendo los casos en que está permitido matar a un semejante sin que ello implique contradicción alguna.
El converso al catolicismo Gilbert Keith Chesterton comprendía lo que significaba abrazar la fe católica como un todo, plasmándolo en una magistral frase: “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza”. Un recordatorio siempre necesario a los recientes conversos que no logran desprenderse aún de las ideas del mundo.
Seamos ante todo católicos y lo demás vendrá por añadidura…
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