La elaboración –o no– de una nueva Constitución es y será un tema obligado en los próximos meses, dentro del convulsionado período de nuestra historia que estamos viviendo. Ello, pues las esperanzas y anhelos de muchos sectores descansan en la dictación de una nueva Carta Fundamental. De ahí que sea más necesario que nunca exponer qué es, cuáles son los contenidos, características y límites de un documento semejante. A esto dedicaremos nuestras columnas en las próximas semanas.
Una Constitución es la norma jurídica más alta de un país, razón por la cual, todas las demás “leyes” deben amoldarse a ella, esto es, no pueden contradecirla. Ello, entre otras, por dos razones: primero, porque si lo hicieran, de poco valdría tener una Constitución; segundo, porque se produciría un desorden y contradicción notables entre unas leyes y otras dentro de un país, pudiendo derivar lo anterior en un auténtico caos.
Por tanto, la primera función de una Constitución es establecer el marco jurídico fundamental para el funcionamiento de un país, a fin que las leyes que surjan a su sombra la desarrollen de manera armónica y se logre una coherencia mínima al interior de un ordenamiento jurídico.
Por lo mismo, la manera en que una Constitución regula las materias que le competen es sumamente general, estableciendo sólo los aspectos más importantes de las mismas, o si se prefiere, sus grandes principios. Tener esto claro es fundamental, porque a nada ni a nadie se le puede pedir más de lo que puede dar. Por eso, un aspecto que debe ser recalcado hasta la saciedad en estos momentos de reflexión, es que una Constitución, por su propia naturaleza, no puede ni debe entrar a regular materias específicas, pues en caso contrario, traicionaría su razón de ser.
Esta regulación más en detalle de las materias que la Constitución deja enunciadas y establecidas en sus aspectos más básicos, le corresponde a la ley –la llamada “ley en sentido estricto”–, esto es, a las normas jurídicas que emanan del Poder Legislativo (en nuestro caso, ambas cámaras y el Presidente de la República, actuando en su rol de co-legislador). Las leyes vienen a ser así, como ramificaciones de la propia Constitución, mandadas por ella, que vienen a “rellenar” los espacios que deja, a fin de normar aspectos que la última no puede abordar. Evidentemente la labor de “relleno” no acaba aquí, y le corresponde a otras normas más específicas –“leyes en sentido amplio”–, la tarea de completar lo que aún falta: la llamada “Potestad Reglamentaria”, esto es, normas jurídicas que emanan de varios órganos del Poder Ejecutivo (decretos, reglamentos, ordenanzas, etc.). Mas todas estas normas o “leyes” deben estar sometidas y en armonía con la Constitución.
Por tanto, resulta imposible que por la sola dictación de una Constitución, se solucionen los problemas que han sido el puntapié inicial de nuestra actual crisis sociopolítica y económica, ya que como se ha dicho, ella es demasiado general. Pretender lo contrario es injusto, pues no es esta su función. Para ello se requieren leyes, decretos y reglamentos, que se encarguen, con su mirada mucho más específica, de intentar solucionar los problemas que regulan. De ahí que sea forzoso concluir que para cambiar la regulación de estas materias, no resulte indispensable una nueva Carta Fundamental.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director de Carrera
Universidad San Sebastián
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