El actual debate en torno a la reducción de la jornada laboral de 45 a 40 horas y las sorprendentes reacciones que ha generado en todo el espectro político, pone una sombra de duda respecto de nuestra verdadera madurez democrática para autogobernarnos.
En efecto, llama mucho la atención la completa irresponsabilidad para plantear proyectos de esta naturaleza, sin contar con estudios que indiquen sus potenciales impactos en un área tan sensible y valorada hoy como la economía. Máxime si se toma en cuenta que el panorama internacional se ve bastante complejo, entre otras cosas, por la guerra comercial entre China y Estados Unidos y el Brexit; y el nacional tampoco es el óptimo.
De este modo, ¿qué es lo que se pretende lanzando propuestas como ésta? ¿Ganarse sus promotores unos votos en el plazo inmediato fácilmente e intentar colocarse en la vereda de “los buenos”? Pero además, ¿cómo es posible que el gobierno no sea capaz de plantear una oposición firme y fundada a tal disparate? ¿Es que no quieren aparecer como “los malos” y perder votos también en el plazo inmediato?
Sin embargo –y espero estar equivocado–, lo más preocupante es que esta situación pareciera indicar que hoy por hoy, sólo sería posible, e incluso correcto, plantear de cara a la ciudadanía, únicamente propuestas agradables, que impliquen beneficios, ojalá inmediatos; en suma sólo buenas noticias. Y por el contrario, proponer algo incómodo, que signifique esfuerzo o una postergación en la obtención de los frutos, pareciera estar prohibido.
Ahora bien, ¿a tal nivel de madurez y civilidad hemos llegado, que por fin se ha descubierto que la clave del progreso es plantear siempre un mundo mejor, sobre todo si es inmediato, sin importar si dichas propuestas son efectivamente positivas o incluso, sostenibles? Porque con una mentalidad semejante, nada impediría que se propusiera, por ejemplo, condonar las deudas que los ciudadanos tengan con la banca o rebajar sustancialmente los impuestos. ¿No gozarían tales propuestas, por muy absurdas que sean, de un respaldo popular impresionante?
Por eso, ¿están preparadas nuestras actuales democracias para tomar decisiones difíciles, que impliquen sacrificios por un bien mayor, o únicamente están disponibles y demandantes cuando es posible sacar cuentas alegres aquí y ahora? ¿Se puede ofrecer así, algo que no sea “pan y circo”, o como convendría llamarlo en este caso, “pan y ocio”?
En realidad, pareciera que muchos creen que todo podrá solucionarlo en su momento “papá-Estado”, que con su supuesta omnipotencia, logrará corregir los eventuales efectos colaterales negativos de las iniciativas que se propongan, hayan sido estos previstos o no. Pero por desgracia, los problemas y las dificultades, o si se prefiere, la tozuda realidad, no desaparece ni se amilana ante nosotros porque no estemos dispuestos a verla o a aceptarla (que son cosas bien distintas, aunque complementarias).
Mientras no se tome real conciencia que, siguiendo a Lavoisier y traslapándolo desde la química a la economía, “nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”, las propuestas absurdas como esta, que pretende producir y ganar lo mismo con menos esfuerzo, no pasará de ser un absurdo, en suma, una quimera, por mucha pirotecnia que la adorne y respaldo popular que la acompañe.
Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Director de Carrera
Universidad San Sebastián
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