Actualmente se está dando en varios debates que vemos a diario un peligroso fenómeno, que amenaza las bases mismas del debate y que muestra un cariz cada vez más totalitario.
Tal como hemos señalado en otras oportunidades, este fenómeno consiste en una convicción, que afecta a vastos sectores del autodenominado “progresismo”, enarbolador de lo “políticamente correcto”, de estar en posesión de una verdad absoluta e incuestionable, evidente y arrolladora, tan segura de sí misma que no admite ni la más leve objeción o cuestionamiento y que acude a todo tipo de amenazas a fin de imponerse a como dé lugar.
Este fenómeno, viejo como la historia humana, no sería tan peligroso si no fuera por el hecho que sus promotores señalan al mismo tiempo y hasta la saciedad, que hay que ser tolerantes con las convicciones ajenas, al punto de considerarse los adalides del diálogo y del consenso, presentándose como los únicos legitimados para llevar a cabo estos procesos.
Sin embargo, esta tolerancia y diálogo se trocan rápidamente en incomprensión e insultos cuando fruto de este debate, no triunfan sus propias ideas; dando incluso la impresión que resulta incomprensible oponerse a sus propuestas, tildando a quienes piensan distinto de estúpidos sin cuento o de sínicos perversos, que ni siquiera estarían en condiciones, dada su irracionalidad o su mala voluntad, de participar en ese diálogo. Y por el contrario, si fruto de este debate triunfan las ideas “políticamente correctas”, dicho proceso es ensalzado como la máxima muestra de legitimidad y civilidad.
Mas, si un sector –no importa cuál– se considera en posesión absoluta y excluyente de la verdad, verdad que no admite en el fondo discusión ni crítica, ¿no parece un poco contradictorio pretender ser al mismo tiempo los héroes de la tolerancia y del diálogo? Si a fin de cuentas los procesos de debate sólo se valoran cuando triunfan sus posiciones (y lo contrario), ¿hasta qué punto es genuina su creencia en estos mecanismos de debate?
Lo anterior es evidente, porque un presupuesto del diálogo y la tolerancia es estar dispuesto a perder en este proceso; pues en caso contrario, se trata sólo de una mera apariencia, o peor aún, de un camino que se intenta como último recurso antes de usar otras vías no dialógicas para imponer su visión del mundo; en suma, en un intento disimulado para no emplear la fuerza, aunque esta fuerza aparezca rabiosamente cuando dicho “diálogo” no da los frutos deseados.
Resulta evidente que cada cual tiene derecho a creer y defender las convicciones que de buena fe adquiera durante su vida; mal que mal, si no se creyera de verdad en aquello por lo cual se lucha, sería absurdo hacerlo en el mejor de los casos, o en el peor, se trataría de un vil engaño para obtener otros objetivos, muchas veces inconfesables. Más lo que no debe ocurrir, y resulta preocupante, es que pretenda aparentarse lo que no se es.
En consecuencia, si no se está dispuesto a transar en lo más mínimo en un debate, ¿para qué dialogar entonces? ¿No sería más honesto ir directamente a la confrontación?
Por eso, tal vez la mejor forma de saber quién es quien realmente al momento de debatir, es analizar su actitud en caso de perder en esta lid, pues defender el diálogo es muy fácil cuando todo sale a pedir de boca.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Director de Carrera de Derecho Universidad San Sebastián
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.