La verdad es que no deja de ser preocupante el derrotero que están tomando las democracias en varios países, en atención a las razones (o mejor, los motivos) que cada vez con mayor fuerza determinan el voto de los electores.
En efecto, en una época en que ya se habla por todas partes de la “post-verdad”, pareciera que lo que está influyendo en el electorado son más bien los sentimientos, e incluso los sueños y anhelos más descabellados, que la simple lógica y la razón al momento de dar su apoyo a los diversos candidatos que compiten por su preferencia. De esta manera, se ha comenzado a producir el inquietante fenómeno que quien gana las elecciones no es el aspirante más ponderado, sino el más disparatado, si así pudiera decirse.
Dicho de otra manera: en muchas de nuestras sociedades, pareciera que quien logra tocar las fibras emotivas más profundas de la población tiene el triunfo asegurado. No importa si lo que propone no tenga pies ni cabeza, o que aun siendo razonable o al menos cuerdo, sea imposible de lograr sin generar un descalabro mucho mayor en el funcionamiento global de esa sociedad o peor aún, incluso se encuentre rayano en el terreno de la fantasía. Lo importante es quién ofrece más, sin importar qué, por muy absurda o delirante que sea dicha propuesta.
Quién da más: ¡pizza para todos! Esta pareciera ser la clave el éxito, incluso en sociedades que por su elevado nivel de bienestar y confort, se suponen con mayor cultura y por tanto, más responsables en la toma de sus decisiones. Por lo mismo, casi es cosa que cualquier grupo o incluso grupúsculo se organice y golpee la mesa exigiendo lo que sea, para que esa nueva aspiración se legitime y sea incorporada al pliego infinito de peticiones que la ciudadanía se siente con derecho a exigir y los candidatos seguros de lograr, al menos durante las campañas, agravando aún más esta lamentable situación.
El problema es que la realidad, y por tanto la desagradable lógica y la incómoda razón, son tozudas, y por mucho que queramos ignorarlas, más temprano que tarde reclamarán sus fueros, con todo derecho, dicho sea de paso. Es por eso que lo anterior es como construir un edificio sin cimientos, incluso en el aire, con lo cual inevitablemente se estrellará contra esa realidad cuya omnipresencia se quiere ignorar.
De hecho, a la luz de lo anterior podría hacerse una reflexión mucho más fuerte y obviamente, políticamente incorrecta: ¿tiene sentido la misma democracia con un comportamiento semejante? No solo porque con estas premisas la decisión final, por muy mayoritaria que sea, sigue siendo un absurdo, sino además, porque por este desagraciado camino de ofrecer pizza para todos, dicho sistema político podría devenir fácilmente en una camuflada técnica de dominación, por mucha libertad que sus miembros crean tener.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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