¿Por qué obedecer a quien viola las reglas?

Si como es obvio, resulta fundamental que las autoridades se sometan estrictamente a las leyes y a la constitución que regulan sus competencias, en el caso de la actual convención constitucional, dicha exigencia adquiere una importancia crucial, puesto que del resultado de su labor –de ser aprobada por la ciudadanía– depende nuestro presente y futuro.

            Sin embargo, se sabe que este organismo pretende que tanto su reglamentación como la toma de decisiones que en teoría debe proponer a la ciudadanía, puedan ser determinadas por mayoría simple y no por los dos tercios que establece y exige la reforma constitucional que ha permitido todo este proceso, en particular, el art. 133 de la actual carta fundamental. Lo cual constituye una violación flagrante de sus facultades, que a nuestro juicio, le quita por completo legitimidad a su labor.

            Hay que ser enfático: la convención constitucional no es la dueña de Chile, ni sus miembros dioses o reyes absolutos que tengan derecho a hacer lo que les plazca. La ciudadanía no ha consentido, ni de lejos, en darles carta blanca para  que puedan hacer lo que les venga en gana, ni menos obligarnos a seguir las directrices que de ellos emanen, por absurdas, dañinas o ilógicas que sean. Lejos ha quedado el tiempo de los monarcas o de los grupos absolutistas, que pretenden estar sobre la ley, pues esto atenta contra la democracia y los derechos humanos.

            En realidad, la situación es de extrema gravedad, y la violación de la normativa constitucional absolutamente inaceptable, a fuer de irresponsable. Además, de darse esta situación, ¿para qué tenemos leyes? ¿Para qué se estableció y reguló esta reforma constitucional si todo puede ser borrado de un plumazo por la convención?

            Más aún: ¿qué legitimidad puede tener un órgano que obra de este modo, por muy elegido que haya sido? ¿Quién le ha dado la prerrogativa o el derecho de dejar sin efecto estas normas que le permiten existir y actuar? Además, con semejante actitud, surgen poderosas razones para sospechar que ante tal grado de prepotencia (porque eso es), al final no habrá plebiscito de salida. Con lo cual, estaríamos consintiendo nuestra propia esclavitud.

            Por eso hay que decirlo con todas sus letras: este desacato total a la autoridad del pueblo y a la constitución es una auténtica revolución no violenta, pues al hacer caso omiso a la legalidad, atenta contra el sistema jurídico en su conjunto.

            Pero al mismo tiempo y como correlato más natural, también resulta válido preguntarse por qué habría que obedecer en un futuro los dictámenes de este órgano que claramente ha abusado de sus facultades. Ello, pues por razones evidentes (y es un principio básico del derecho público), todo lo que se haga como consecuencia de esta ilegalidad es nulo y de ningún valor, no generando obligación alguna de obediencia.

            Por tanto, la conclusión es completamente evidente: si la legitimidad es el poder digno de ser obedecido, en caso de saltarse sus propias reglas, la convención la perdería completamente, pues nadie puede autoarrogarse más derechos de los que realmente tiene; y al mismo tiempo, no existe el deber de obedecer a quien ha violado sus propias competencias.

Max Silva Abbott

Doctor en Derecho

Profesor de Filosofía del Derecho

Universidad San Sebastián

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