La creciente ola de escándalos sexuales de todo tipo que se han denunciado en el último tiempo (parece que por ahora sólo se salvan los animales…), refleja una realidad incómoda pero bastante extendida en varias de nuestras sociedades: una creciente sexoadicción.
Obviamente, en una época como esta, que busca alcanzar el máximo de libertad individual y autonomía, y que no concibe que alguien pueda ser obligado a realizar una conducta contra su voluntad, la sola posibilidad de sufrir una insinuación, por leve o ambigua que sea que pudiese acarrear una vulneración de su libertad sexual, resulta intolerable.
Lo anterior es evidente, ya que en un ámbito tan íntimo como el de la sexualidad, el uso de la violencia o de la amenaza nunca debieran darse. De ahí que existan severas sanciones para quienes atenten contra ella, máxime si involucra a menores de edad. Sin embargo, y sin dejar de sostener y apoyar lo anterior, la situación descrita muestra una de las muchas inconsistencias y contradicciones de nuestra época.
En efecto, al margen de las sanciones –muy necesarias, reiteramos–, tal vez el mayor problema de este fenómeno sean las múltiples causas que lo motivan. Ello, porque las sanciones son, como suele decirse en Derecho, la “ultima ratio”, es decir, el remedio final que se tiene ante una situación lamentable ya producida y que por lo mismo, sólo puede intentar reparar con mayor o menor éxito un mal ya causado.
Dicho de otra manera: la sanción o castigo entra en escena tarde, cuando los hechos que se querían evitar se han consumado, con lo cual el sistema de prevención, de haberlo, falló en su intento de evitar la conducta indeseada y solo queda castigar.
Es por eso que el verdadero foco de atención debieran ser las causas, no las sanciones. Ahora bien, no hay que ser demasiado suspicaz –ni tampoco muy pacato– para poder constatar sin mucho esfuerzo, que actualmente nos encontramos en una sociedad tremendamente erotizada, en que los mensajes con connotación sexual, solaparos o explícitos, sobran: desde los medios de comunicación hasta varios ideales de vida que muchos proponen, pasando por los planes de educación sexual –que llaman a un destape total–, o la moda, el bombardeo de sensualidad es incesante y no respeta ni grupos ni edades.
En consecuencia, parece algo ingenuo pensar que, imbuidos en un ambiente hipererotizado, ello no pueda tener efectos en la conducta de quienes se alimentan, más aún, viven dentro del mismo, lo quieran o no. Dicho de otra manera: puesto que somos seres tremendamente receptivos a los estímulos del exterior (lo saben muy bien las agencias de publicidad), creer que este bombardeo erótico no tendrá efectos en algunos sujetos sería bastante estúpido. Lo anterior no pretende quitar responsabilidad ni justificar lo que ahora se está denunciando. Pero resulta claro que todo tiene sus causas y consecuencias, y tanta sensualidad no puede salirnos gratis ni por ende, no incidir en nuestro modo de vivir.
Por tanto, habría que comenzar atacando las causas, que aunque resulte impopular, apuntan al menos a moderar este constante bombardeo sexual. De no hacerlo, no nos extrañemos después de las nefastas consecuencias que ahora comienzan a salir a la luz.
Max Silva Abbott Doctor en Derecho Profesor de Filosofía del Derecho Universidad San Sebastián
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